Puedes correr, pero no esconderte (Cassandra E.Sandsmark)

[6 de Abril 2019]

Aquello no podía ser verdad. Tenía que ser de coña. Estaba en un refugio de Nueva York cuando el informativo había interrumpido sin ninguna pausa el programa de cocina que estaban echando para llenar la pantalla de un montón de imágenes que, de no ser porque las estaban sacando los noticieros, habría creído que se trataba de la última película de terror de turno. Por todas partes del mundo, en oriente, en occidente, en todos los lugares religiosos conocidos en la tierra. En templos sagrados, incluso en el Vaticano. Todo estaba siendo tomado por los demonios. La gente se arremolinaba a mi alrededor como siluetas sin cara, solo un muro de personas que se asomaban al viejo televisor colgado del techo con el horror levantándose en una especie de sonido de fondo. Escuchaba ese sonido como un ruido blanco mientras veía las imágenes que se me clavaban en la retina como si alguien me hubiera lanzado un dardo.

Sin estar segura de porqué, en ese momento entré en pánico. Me recorrió la cara un sudor frío y nauseas, y pensé que iba a vomitar lo que había comido. Fui hasta el baño y me vi reflejada en el espejo. Estaba blanca como la nieve, mi cara había perdido el color. Me acerqué al aseo y lo eché todo, pero aún tuve arcadas dos minutos antes de que se me resbalara el estómago. Notaba un calor horrible subirme por la cara y entonces, con un chillido aterrador, el Ghostrider hizo acto de presencia con una sacudida descontrolada y caí inconsciente.

Me desperté horas después sobre uno de los camastros, cubierta por sábanas. La enfermera de allí hablaba a los trabajadores de algo como "Shock" y "Estrés postraumático" y "Hay gente mas impresionable que otra". Al levantarme la cabeza me dolía como si tuviera una estufa encendida detrás de los ojos, y me quedaran los rescoldos de las brasas. Me sujeté con fuerza como si eso fuese a aliviarlo. Miré a mi alrededor. No era la única que estaba en la camilla temblando. De pronto me sentí despejada, al recordar lo que había pasado.

No se debía a mi la reacción. Se debía a Él...

Volví a mirar hacia el televisor, que estaba apagado. Nunca había percibido nada así de su parte. Me envolvió una fuerte oleada de pánico. Había estado obviando lo mucho que dependía de él a la hora de lidiar con esas cosas. Ahora... estaba aterrorizado y sus reacciones me estaban lastrando. Teníamos que irnos. Teníamos que irnos a algún lugar donde nunca hubiéramos estado, y seguir moviéndonos. No parar nunca de movernos.

"Están por todas partes"pensé, y ese pensamiento me ayudó a darle fuerza a las piernas, que me temblaban. De pronto las volvieron rígidas como dos troncos. Me daba la sensación de que podría correr una maratón.


Se estaba haciendo de noche, pero no sabía donde ir. No conocía Getaway city, ni tampoco a nadie allí. Aunque no es que eso fuera una novedad, me había acostumbrado a improvisar, pero hace poco... algo había cambiado. Ahora debía volver a cambiar. Nadie estaba a salvo, todo era peligroso, y todo lo que alguna vez había odiado a la criatura que la poseía de noche ahora andaba por la tierra sin reparo, ni necesidad de ocultarse. Sé como son los demonios. Como una infección. Se expanden en cuanto las situaciones son las apropiadas, y ahora, sin saber cómo, ellos se habían creado esa situación. Ahora nos perseguían a nosotros.

Jadeé sentada en la esquina, echando un vistazo a la gorra que había delante de mi. La cifra de la calderilla apenas llegaba a tres dólares. Tenía que comer algo, reponer fuerza antes de salir de allí y seguir corriendo hacia el siguiente sitio. Daba igual donde. Sólo teníamos que seguir y no parar. Seguir y no parar.

Tres dólares. No quería tener que tirar tan rápido de los ahorros, porque no es que tuviera muchos mas. Claro que tampoco estaba muy segura de si con todo lo que estaba cayendo sería capaz de sacar algo más. En los momentos de crisis, y más en algo como aquello, los más inteligentes se quedarían encerrados en sus casas o refugios, mientras los degenerados y temerarios tomaban la ciudad para sí. Habría destrozos, habría motines, y mas pérdidas humanas de las que podía empezar a imaginar. Sólo pensarlo me puso la piel de gallina. Algunas de ellas ni siquiera provendrían de los demonios, si no de los grupos extremistas que encontrarían el fin del mundo el momento perfecto para sacar a pasear sus peores impulsos contra todo aquello con lo que se habían enfrentado por sus creencias, su raza, su religión o cualquier otra excusa que les hiciera el servicio. Todo para poder culpar de aquello a su propia carne. Para poder extirparse su propia humanidad, si con eso conseguían salvar el pellejo o encajar en ese supuesto "final" que parecía que les esperaba a todos y cada uno de ellos.

Era inútil pensar que quien hubiera tomado precauciones iba a librarse. Los demonios eran una plaga que lo consumía todo. No se detendrían hasta que no quedara nada. No les importaba el dinero, no había nada que pudiéramos ofrecerles. Nos querían exterminados.

Me eché a temblar de nuevo, con el rostro desencajado. No había nada que pudiera hacer contra eso. Salvo seguir corriendo y no parar. Intenté guardar las monedas en el bolsillo de mi sudadera, pero estuvieron a punto de caerse. Ni siquiera parecía capaz de tener ni la mas mínima fuerza en las manos. Me ajusté el cañón de confeti que llevaba colgado de un trozo de tela que me atravesaba el pecho de un hombro al lado contrario de la cintura, y en ese momento, una voz dulce se dirigió a mi. La miré aterrorizada, dispuesta a que se tratara de la primera de muchas encerronas que me harían perder la vida. Tardé unos segundos en procesar su pregunta.

- No. Yo...- Miré en todas direcciones. ¿Podía decir que estaba perdida, si ni siquiera sabía a donde quería ir? ¿No era lo mismo ese sitio que cualquier otro? Allá donde fuera, por muy lejos que me marchara... ¿No era esa la sensación que iba a tener siempre? ¿La de sentirme perseguida, atacada, sin tener donde esconderme? Ningún lugar era seguro. Ninguno. Entonces ¿importaba algo? - Yo... estoy buscando un sitio para comer algo. - respondí, mirándola a los ojos como si fuese la primera vez en mi vida que veía a un ser humano. Parecí tan confusa como me sentía, y eso no era nada bueno. - Tengo... tres dolares. - metí la mano en el bolsillo y miré la calderilla, como si no estuviese segura de que no fuera a desaparecer de un momento a otro. Luego se la mostré a ella, con la palma extendida. - Tengo tres dolares.- repetí, como ausente. Antes... todo eso había sido tan importante. Ahora nada. - ¿Puedes llevarme a comer algo?

Repasa el plan. Detente. Respira. Come algo. Continúa... y así, lo que te quede de vida.

Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba hablando con una chica preciosa, pero tal cual estaban las cosas me parece que había empezado a perder la capacidad de comprender la realidad y todo lo que me rodeaba. La escuchaba como si su voz atravesara un filtro extraño, como una distorsión que parecía salir de una radio que estuviera muy, muy lejos, metida debajo de una palangana sobre la que un crío inquieto había construido un fuerte con todos los almohadones que tenía a mano en su casa. Pestañeé un par de veces intentando evitar el pálpito que me subía desde el pecho y la punzante sensación de peligro. Me sentía acorralada por una banda invisible que acuchillaba el aire a mi alrededor, pero yo no podía verlos, lo cual hacía imposible esquivarlos o evitarlos. En pocas palabras tenía el convencimiento absoluto de que me iba a caer muerta en cualquier momento. Mi visión se estaba volviendo extrañamente clara en un punto, mientras lo demás se oscurecía, y pensé que tal vez perdería el conocimiento otra vez. No sucedió.

Levanté la vista e hice el mayor y mas fuerte de mis esfuerzos por fijar mis ojos en la boca de la joven que se estaba dirigiendo a mí. Joder. Concéntrate joder. ¿qué te está diciendo? ¿Es bueno?

Alcancé la conversación a medias. Jugosas. Salsa especial. Patatas. Cocacola. Mi cabeza se puso a funcionar de nuevo como impulsada por el pánico, y de pronto lo comprendí todo con extrema claridad. Ella quería invitarme a cenar a cambio de escucharla. ¿Tenía tiempo para eso? Miré de nuevo el interior de la palma de mi mano. Tres dolares, pesados, inamovibles, con dos arrugadas caras y un reverso que parecía darme la espalda, riéndose de lo mucho que me había costado conseguirlos. Ahora esos tres papeles, que antes habían sido preciosos para mi, parecían peor que basura. Me tembló con suavidad la mano y tuve que hacer esfuerzos para no romperlos con saña y tirarlos al suelo. En lugar de eso los comprimí en mi mano y volví a guardarlos en la riñonera que colgaba de mi cintura.

- ¿Me invitarías, de verdad?- pregunté mirándola a los ojos con una pena que ojalá no hubiera sido tan evidente. Tragué saliva. La joven parecía amable. Tal vez demasiado. O tal vez lo que pasaba es que la noticia me había jodido de tal manera que ya estaba empezando a tener pensamientos paranoides con el tema. tragué saliva otra vez.- ¿Me dices como te llamas? Es que siempre dicen que no debemos ir con extraños. - luego, con cierta duda, le tendí una mano dispuesta a que la estrechara para llevarme al sitio que decía.

No era algo planeado. Había materializado ese gesto tantas veces en veinte años que ya casi salía automático. O puede.... que me encontrara tan alterada, que por primera vez en mucho tiempo quisiera sentir la seguridad y tranquilidad que sólo podía ofrecerme el contacto humano. Fuese con quien fuese. Me fiaría de ella como me había fiado de los otros sin techo toda mi vida. Es cierto que entre ellos había algunas personas cuyo camino se había difuminado tanto por las drogas, el alcohol y otras malas decisiones que parecía imposible ayudarles. Lo aterrador es que esos ni siquiera eran la mitad. La mayoría de personas entre cartones sólo eran gente que había tenido mala suerte.

Esperaba que la joven rubia que me había transmitido tanta calidez con sus palabras fuese un acierto, y no un error que fuese a lamentar después.

Al pasear por la calle tuve una extraña sensación agridulce. Me había dado de las manos con mucha gente a lo largo de mi vida, tanto si quería como si no. Todas las veces que la policía había intentado interceptarme acababan tomándose la libertad de sujetarme para transmitirme esa tranquilidad que creían que necesitaba. Salvo que en este momento la situación era diametralmente distinta. Sabía bien que con todo lo que estaba pasando, y lo que estaría a punto de pasar como resultado de eso, estaba mejor alejada de cualquier lugar en el que pudiera haber muchas personas. Al fin y al cabo a los hambrientos de poder no les interesan las zonas más despobladas, si no los núcleos en los que pueden hacer valer quienes son. Tenía la corazonada de que habían aparecido en las capitales del mundo precisamente por eso, así que mi objetivo tenían que ser localizaciones pequeñas, tan vacías y despobladas que ni siquiera entraran en el foco de atención de los demonios. Apreté sin querer su mano, como buscando algo mas de estabilidad y consuelo. Por primera vez en muchísimo tiempo pensé en mis padres, no como esas figuras que habían sido tan importantes para mí, si no como dos pilares imprescindibles que me faltaban. intentaba no pensar en su carencia, porque en cierto modo lo relacionaba con mi situación actual. Era un pensamiento que no necesitaba en absoluto.

Miré por el rabillo de mis ojos rasgados a la joven que estaba a mi lado, dándome la mano con la inocencia de quien no sabe el peligro que corre. Por pura ignorancia. Si hubiera tenido idea de lo que llevábamos dentro habría corrido como lo hacían todos. Ni siquiera habría llegado nunca a ofrecernos esa mano.

Me di cuenta de que estaba pensando en plural, incluso cuando no estaba aquí. Sacudí la cabeza, tratando de reorganizar las ideas en mi cerebro. No quería tener mas pensamientos intrusivos de ese tipo. No cuando las decisiones que tomara de ese momento en adelante fueran a ser una cuestión de vida o muerte. Si me metía en ese bucle acabaría por hacer alguna locura irreflexiva, que lo único que iba a conseguir era joderme aún más. Tragué saliva mientras apuraba un poco mis pasos para no retrasar a la chica. Cassandra, había dicho que se llamaba. O Cassie, para los amigos. Cuando me preguntó por mi nombre sentí esa sensación de malestar que solía darme siempre que un adulto me trataba con condescendencia y paternalismo. Agradecía que no lo acompañara de ese gesto que les encantaba a todos de acariciarme la cabeza. Me ponía de los nervios y lo odiaba a muerte. No fui capaz ni de ponerle una mala cara. Estaba lo bastante asustada como para que mis problemas cotidianos pasaran a un segundo plano donde, de repente, impedir que los adultos hicieran esas cosas era lo menos importante de toda mi lista.

- Cassie es bonito. - respondí, manteniendo mi mirada al frente. - Yo me llamo Tortita.

El tono cálido de una luz atravesó la puerta cuando la rubia la abrió. Del local salió una bocanada de aire caliente cargado de olores deliciosos que me hicieron entender el hambre que tenía. Comenzé a salivar más que el perro de Paulov. Tragué saliva y esperé que nos asignaran una mesa, siguiendo después muy de cerca a la chica que me estaba ayudando. Bajo esa luz su rostro parecía aún mas amable, aunque pude percibir algo en el fondo de sus ojos. No sabía bien si se trataba de cansancio o tristeza. Aunque teniendo en cuenta la invasión demoníaca podría haberse tratado de cualquier cosa en el espectro más negativo que se me pudiera ocurrir.

Miré la carta, aunque la realidad es que nunca había aprendido a leer bien. Había llegado con siete años al país desde Korea, y aunque mas o menos podía entender algunas cosas, la mayoría de veces no hacía ningún uso de eso.

- Hamburguesa con patatas esta bien. - asentí, sentándome. Sentí un escalofrío. La temperatura externa no era mala, pero yo aún seguía destemplada. La temperatura del local me hizo sentir algo mejor. - ¿Puedo tomar batido? - le pregunté como habría hecho cualquier niño al adulto que le acompaña. Incapaz de tomar ni una puta decisión por mi misma. Después de que el camarero nos tomó nota, nos dejó a solas en la mesa. Mi mirada estaba perdida sobre el mantel de papel que tenía delante. Me encontré de pronto con la mirada azul de la chica y la retiré, haciendo que se me llenaran las mejillas de un sonrojo delator.

En general no solía sentir vergüenza a menudo, pero hoy no me encontraba bien. Su mirada de pronto me pareció que daba pie a iniciar una conversación, pero no se me ocurría nada que decir. Así que dije la primera estupidez que se me ocurrió.

- Huele bien. ¿La comida aquí esta buena? - que elocuente, ¿eh?