Había un hombre sentado en un asiento. Con su pelo surtido de numerosas canas, sólo una barba le faltaba para parecer un sabio anciano de un remoto pueblo en alguna profundidad rural.
Mas no era un asiento cualquiera. Después de todo, un anciano de pueblo no se sentaría en el trono de Genosha. Y sobre todo no sería... bueno, lo del nombre es un asunto bastante discutible, sí.
¿Era Max Eisenhardt, judío que sobrevivió al holocausto nazi, que tuvo una descendencia prolífica más allá de su propio conocimiento?
¿Era Magnus, el hombre creado a un simple albedrío para huir de la persecución?
¿O quizás era Joseph, un hombre amnésico que fue acogido en una pequeña aldea de América del Sur?
También podría ser Michael Xavier, un lejano primo del famoso profesor de su "Academia de Nuevos Talentos", como le gustaba llamarse.
Desdeñó todas esas identidades con un movimiento de cabeza. No, su identidad casi había dejado de tener importancia. Había ganado y perdido tantas veces su identidad que podría decirse que la había apostado cada vez que se había jugado la vida por su sueño.
Ese sueño. El sueño donde el Homo Superior pudiera vivir en paz. Lejos de humanos que quisieran verlos arder en la hoguera. Lejos de líderes políticos que quisieran usarlos como armas vivientes. Lejos de civilizaciones alienígenas que buscasen dominar la galaxia.
Avalon. Seguía gustandole ese nombre. Y en cierto modo, Genosha era su propio Avalon. Imperfecto, por supuesto. Pero era algo más de lo que podía decir tras todo lo que había perdido.
Y así, en el trono de Genosha, Erik "Magnus" Lensherr, MAGNETO, se revolvía inquieto. Sabía que los vientos del cambio azotaban el mundo de nuevo. Lo sabía.
Ahora la pregunta es que haría su "Yin" particular. ¿Perdería el control de nuevo? ¿Conspirarían contra él? ¿Unirían fuerzas? Era irónico, pero cualquier observador neutral diría que su escala de popularidad sería la mayor montaña rusa del mundo, probablemente.
Pero él nunca había cambiado. Siempre tuvo una idea en la mente. Y nada le haría cambiarla.
Nada. Ni nadie. Ni siquiera Charles.