La milla de la diversión era un tremendo parque que sin lugar a duda había vivido tiempos mejores. Algunas de las atracciones tenían daños estructurales que las convertían en inservibles, como el claro ejemplo de la montaña rusa a la que un trágico accidente había dejado sin varias secciones de los carriles, a pesar de lo cual nada la impedía tener un coche a punto de despeñarse por una de sus vías dañadas. A quién podía resultarle grato ver ahí colgado ese pesado trasto era inconcebible para la mayoría. De alguna manera retorcida, era como una espada de Damocles que en cualquier momento podía desprenderse y montar un escándalo digno de un infarto, eso si no se llevaba a alguien por delante en el proceso.
Pasaron a través de la puerta principal, siempre cerrada pero sin cerrar. Había una enorme puerta de verja oxidada que parecía imposible de desencajar abierta de par en par, que daba a unas cabinas de venta de entradas, y unos torniquetes que, cuando estaban enteros, impedían el paso sin entrada. Ahora a la mayoría les faltaban los tubos, y los que no, giraban sólo con empujarlos. Algo que solía sorprender es que estaban bien engrasados y funcionaban a la perfección. En comparación con el resto de las cosas, que parecían abandonadas y descuidadas daba una impresión aclimática que generaba cierta inquietud. La misma que cuando uno se enteraba de algo que no debería haber pasado.
Las dos mujeres avanzaron a través de la Milla, grabadas por el sistema de vigilancia. Uno de sus chicos lo notificó, poniendo en riesgo su salud, a su jefe que en ese momento rebuscaba entre los baúles de su camerino, buscando el corbatín que iba con el chaleco color mostaza que llevaba. Cuando levantó frunció el ceño antes de dibujar una tremenda sonrisa.
No había mucha gente a la que recordara, pero al fin y al cabo... ¿Cuántas de sus terapeutas tenían el pelo rosa?
Así, se deslizó a través de los subterráneos para interceptarlas de camino. Exigió a sus hombres que le proporcionaran una buena entrada, que llegó a modo de melodía cascada.
- Música:
El tiovivo se encendió con un titilar de luces hasta que consiguió arrancar. Los viejos caballos de madera y las barras trenzadas de hierro pintadas de dorado apagado comenzaron a dar vueltas, quietos al principio, subiendo y bajando después con un sonido chirriante que acompañaba el trote de los animales inanimados. Dio un par de vueltas y después, las mujeres contemplaron una figura agarrada a una de las barras laterales, que emergió de entre las luces dejando colgar la otra mano junto a su cadera. cuando estuvo en la zona central de su zona de visión, el hombre soltó la mano enguantada que le mantenía sujeto y descendió con un grácil salto. Mientras avanzaba hacia ellas sin ninguna prisa, se ajustó las solapas de la chaqueta. Su sonrisa roja destacando sobre el pulcro maquillaje blanco.
- Bienvenidas, señoritas. - se colocó los puños de la camisa que asomaban de su chaqué color violeta.
- ¡NO! No me lo digas... - exclamó dejándolas con la palabra en la boca.
- Dejad que adivine... Venís a pasarlo bien. - les ofreció una sonrisa aún mayor. Algo que parecía imposible por las limitaciones físicas de una boca humana. Sus ojos verdes se clavaron en la joven de pelo rosa, obviando a la morena por completo.