[Minievento] El Áquila de Prometeo: 28/02/2019 (Gaghiel Metallium, Chloe Arquero, Daredevil, Savage, Bob (Deadpool))

La Piazza Trilusa fue el final del recorrido, el fin del ciclo. Las sirenas se escuchaban desde todas partes, y las luces azules, amarillas y rojas oteaban en la oscuridad de la madrugada hasta que encontraron a los cuatro chicos jóvenes, gritando hacia la figura que se sostenía de puntillas en el borde de la Fontanone dei Cento Preti. Del primer coche patrulla que llegó descendieron dos agentes romanos uniformados. Uno de ellos, el conductor, se quedó junto a la portezuela, informando por radio de la situación y facilitándoles la dirección a los compañeros de emergencias, que tardaron un minuto o dos en llegar. El otro se acercó a paso ligero hacia el grupo, apartándoles de los pies de la fuente hasta la seguridad al otro lado del coche.

El grupito se debatió con él, desesperados porque sus voces llegasen a su amigo, aún en precario equilibrio.

Llegó el resto del público, atravesando el puente a toda velocidad. Ambulancias, policías y bomberos acordonaron la zona con su respectivos vehículos, formando una barrera a pocos metros del monumento. La persecución venía de lejos, así que toda precaución era poca. Trataron de hablar con él. Razonar. Negociar.

Y cada palabra le entraba por un oído y le salía por el otro al joven que observaba al mundo a sus pies. Estiró los brazos en un intento de abarcarlo todo, siguiendo su propio hilo de pensamiento, a kilómetros de la escena que se desarrollaba en torno a él. Todas las preguntas que la humanidad se hacía desde tiempos inmemoriales desfilaban por su cabeza, y a todas podía darles respuesta. A todas y cada una de ellas. Y con cada acierto, con cada certeza, la adrenalina le bombeaba el corazón, y no al revés. Podía ver lo que la humanidad nunca podría. Podía oír. Podía saborearlo todo. Sus sentidos, agudizados, detectaban los sentimientos de las personas que se habían congregado allí para ser testigos en primicia del milagro de la evolución.

No podía esperar más para demostrarselo a todos. Ni siquiera contó hasta tres, porque sus movimientos fluían con la seguridad de quién sabía que el mundo sólo era papel mojado que podía doblar, torcer, enrollar a su antojo. Que un soplo de su aliento podía doblegar las leyes que en él estaban escritas.

Por lógica, la caída sería mortal para cualquier otro. A alguien con suerte, le dejaría tetrapléjico de por vida. El receptáculo de agua le dio la bienvenida con un sonoro chapoteo, seguido de un golpe sordo al dar de cabeza contra el duro suelo. Sus pies deberían sobresalir, el agua era muy poco profunda. Pero no fue así. El golpe para él fue como chocar la mano con un colega. Y luego siguió hundiéndose, mezclándose con las placas del suelo. Hasta el interior de la tierra se había quedado sin aliento al verlo caer. Sus partículas tenían plena conciencia de quién era, de su yo. De su auténtico yo. Podía medir la distancia que le faltaba para llegar al centro mismo de la tierra, a su núcleo. Y avanzaba a velocidad pasmosa.

Pero de pronto, su júbilo se esfumó. Una de sus células fue la causante, al pegarse demasiado a otra. Siguió adelante, pero un par de metros más allá, el cosquilleo de lo que sería una pierna empezó a pinzarle.

Tenía que regresar. Se le estaba pasando el efecto.

Todos sus “yos” a una dieron media vuelta e iniciaron la carrera hacia la superficie. Los síntomas se sucedían más deprisa que su paso atómico. Lo que empezó como un pinchazo se convirtió en agobio, en claustrofóbia, en agonía, en miedo, en terror. Su mente ya no podía visualizar cuánto le quedaba para llegar al oxígeno, y nunca había sido tan consciente como entonces de cuánta falta le hacía. Aún no estaba completo. Aún tenía posibilidades. ¡Más deprisa! ¡Más deprisa!...

Vio el sistema de circuito cerrado de la fuente. “Verlo” era una señal aún peor. Sintió como la tierra misma le constreñía los huesos de las piernas, de la cadera. Con un último empujón, ordenó a las partículas adelantarse un poco.

La policía fueron los primeros en acercarse cuando le vieron caer, pero fue inútil. El chico se hundió en la fuente con un golpe que les heló la sangre a todos, pero cuando se asomaron, entre las aguas no había nadie. Sorprendidos, volvieron a buscar al suicida con la mirada en el remate de la cornisa. El grito de una de las chicas que habían apartado de la zona reclamó sus atenciones.

Un brazo acababa de salir de la fuente de repente, y un coro de burbujas manó de la boca abierta del rostro que apenas había podido asomar en el fondo, explotando en la superficie del agua. Pronto dejaron de surgir de la cara inflamada y congelada en un gesto agónico. Uno de los agentes se metió en el agua y trató de salvarlo, tirando del brazo, que se había quedado enhiesto.

El agente tiró con todas sus fuerzas y se vio propulsado hacia atrás, cayendo en el mismo borde de la construcción. Los compañeros fueron a socorrerle, y le metieron en una de las ambulancias. Ni entre los tres agentes, junto a los enfermeros, pudieron arrebatarle el brazo arrancado de cuajo que mecía como si se tratase de un bebé, con la mirada vidriosa y en profundo estado de shock.

Un hombre, de cabello castaño claro y medianamente largo, embarca en el siguiente vuelo a Europa junto al resto de tripulantes; pero ¿Que hay de especial en ello?

A primera vista, por supuesto, no puede observarse nada que haga pensar que este pasajero sea muy diferente a cualquiera de los demás; pues su vestimenta no se excede ni en ser demasiado lujosa ni demasiado módica. La palabra exacta sería mediocre; común en su máximo grado.

Como en las buenas historias, lo que importa es lo que se oculta ese aire de "corriente y carente de singularidad"; en su interior, late el corazón de un hombre algo cansado de ser solo un hombre corriente. Hastiado y molesto de ser infravalorado por aquellos a los que sirve, o por los que siente afecto; y de estar siempre en segundo plano, sin más opciones que correr o rezar para no morir.

Cierto es que, en contadas ocasiones, su suerte a jugado un papel fundamental para otorgarle algunos pequeños reconocimientos; e, incluso, un par de veces a disfrutado del afecto de los que le rodean. Pero solo son excepciones, en una regular vida de minusvaloración.

El susodicho desembarca, como uno más, y se encamina en dirección al hotel, ya reservado, de calidad modesta; lo máximo que ha podido proporcionarle su sueldo de agente de Hydra, y un par de cobros discretos por sus servicios como encubierto. Una vez allí, el joven se adentra en las inmediaciones del mismo hasta llegar a su habitación; donde deja caer su maleta al suelo y, tras cerrar la puerta tras de sí, se deja caer sobre la cama mientras emite un sonoro suspiro.

- Bueno, aquí estamos - dice en voz alta, como para proporcionarse a sí mismo cierto animo - Casi a un paso de alcanzar una oportunidad...

Ninguna puerta o pared es obstáculo para el aguzado oído sobrehumano de Matt. Aquí, allá y acullá se escuchan extractos de conversaciones en su nudo, entrelazándose entre sí, cientos de voces que iban y venían. Hecho un ovillo entre todas ellas, hay un llanto de mujer cargado de amargura, que intenta ahogar en el trabajo y las fundas y sábanas que aún tenía que cambiar antes de que llegasen los huéspedes. Las compañeras del servicio de habitaciones no saben qué más hacer por ella, hablando en un inglés salpicado de un batiburrillo de acentos distintos:

- ¿Te acompaño a ver al gerente? Te seguirá pagando aunque pidas la baja…

- Ten, bebe un poco de agua.

- Ya está, Valentina, tranquila…

Los intentos de ánimo fortalecen el llanto. Entre tartamudeo y sollozo, la tal Valentina dejaba escapar un lamento entrecortado. “Mi hijo”. “Mi hijo”...

- Si, aquí estás.

Otra conversación se desarrollaba en el otro ala del hotel. La entrada de Bob no estaba tan reservada como esperaba. La habitación era de las más modestas, con las paredes en distintas tonalidades de gris. A apenas cuatro metros de la puerta, el espacio se ensanchaba formando un cuadrado con la cama a la izquierda. Sentada a los pies del colchón, una chica ataviada con un vestido encorsetado, pelo de un azul oscuro enmarcado por una falsa pluma y grandes ojos rojos terminaba de ponerse las botas altas. Dentro de aquellas cuatro paredes, la calefacción dejaba fuera el pronunciado frío de la ciudad, así que cuando la chica saliera, mostrando tanta piel acabaría congelándose.

- Perdona. Acabo de terminar mi turno. Me he asegurado de limpiar bien la habitación de todas formas.

Con un fuerte tirón, la chica de iris rojo terminó de abrocharse los cordones y un pañuelo rosa alrededor de la muñeca. La muy descarada le guiñó un ojo a Bob al pasar por su lado, y salió por la puerta como si la escena fuera lo más normal del mundo. A su paso dejó la estela de fragancia para niños, algo que no casaba con su aspecto. Al menos, cerró la puerta al salir.

La chica de la pluma roja se contoneaba como si los pasillos fueran suyos. Saludaba con una leve inclinación de cabeza, unas palabras corteses o una sonrisa y un subir de cejas a los clientes que concurrían a su paso. Unos pasos más adelante, tras doblar una esquina, se detuvo, y con ella, su rastro. Las llantinas ahogadas surgían de ahí, del grupo de tres camareras de piso, todas con el uniforme, reunidas en un corrillo a los pies de las escaleras, frente al ascensor.

- ¿Emi? ¡Emi!

La afligida se deshizo de las otras dos trabajadoras, a las que doblaba en peso y altura, y que hasta entonces habían intentado consolarla sin mucho éxito, para abalanzarse sobre la chica de la pluma, que se dejó asfixiar por el repentino abrazo. Sin deshacerse de su sonrisa, la tal Emi le dio unas palmaditas en la espalda hasta que se separó la mujer de ella:

- ¿Irás a verlo, verdad? ¡Llévame contigo!

- Tsk, tsk, tsk… -la interpelada chasqueó la lengua -No te apures, Valentina. Le mandaré todos los mensajes que quieras de tu parte. Pero recuerda, no puedes verle todavía. Órdenes de protección de menores.

Valentina retomó su llanto, más desconsolado que antes, cayendo de rodillas al suelo. Las otras dos limpiadoras fulminaron a Emi con la mirada, pero si se dio cuenta, a ella no pareció importarle.

Casi parece que estás de acuerdo con lo que han hecho, Emi. Ese niño no habría traficado con drogas en su vida. ¡Era un buen chico!

- Yo no he dicho eso... Pero no dejo de ser una voluntaria en ese centro de menores. ¡Una figurante! Me estoy arriesgando mucho solo por transmitirle tus palabras de ánimo, Valentina. Vamos, levántate -Emi le tendió la mano, que se quedó colgada en el aire porque las compañeras fueron más rápidas y prefirieron incorporar a la grandullona entre ambas, una a cada lado -Valentina, como amiga te recomendaría que te buscases a un abogado decente para tu hijo. Alguien que sepa de… ya sabes, poderes mágicos, y esas cosas. -indicó bajando la voz - Seguro que sabrá cómo sacarle del atolladero mucho mejor que yo. ¡Anímate, mujer, ya verás como todo queda en un susto!

Tras darle un par de palmadas más en el brazo, Emi salió de escena bajando por las escaleras. Se detuvo un escalón más abajo, echando la vista hacia la esquina del corredor y luego hacia sus compañeras de trabajo.

- Oh, y deberiais bajar el tono. Tenemos la planta a tope estos días, y a los jefes no les sentará bien saber que estáis armando escándalo. ¡Hasta mañana!

Tras despedirse, ya de forma definitiva, con un gesto de la mano, Emi descendió por las escaleras hasta salir del edificio. Las camareras que se quedaron atrás cerraron aún más el corro alrededor de Valentina, que se mordía la mano con tal de obedecer a la advertencia de la compañera. Una de las chicas se separó y fue al punto donde los pasillos confluían antes de llegar a las escaleras. En ese punto había un dispensador de agua, del que sacó un par de vasos para Valentina. Al hacerlo, miró hacia las habitaciones, descubriendo la cantidad de gente que ahora estaba en el mismo pasillo. Casi se le cayó el vaso de plástico. No terminó de llenar el segundo cuando echó a correr hacia sus compañeras:

- ¡Tenemos que irnos! Los clientes están saliendo. ¡No pueden ver a los del servicio de habitaciones así, en mitad de las escaleras! ¡Vamos, vamos, vamos! Valentina, ¡venga! Vamos a buscar una guía telefónica, seguro que abajo hay alguna. Algún abogado encontraremos, no te preocupes.

El pobre Bob apunto está de estrellarse contra su vecino de habitación, y darse de bruces contra el suelo; aunque por suerte este reacciona a tiempo, y todo se queda en murmuros de disculpa antes de que el joven se marche apresuradamente.

Tras este breve susto, nuestro protagonista continúa su camino en pos de descubrir quien es la mujer que, hace escasos minutos, se encontraba en su habitación. Respuesta que pronto se ve medianamente respondida; cuando, desde la distancia, observa como la chica se detiene frente a un grupo de limpiadoras.

Según logra oír, la desconocida se llama Emi y su relación con el servicio es puramente "profesional"; pues parece ser que se trata de la voluntaria de un centro de menores, en el que se encuentra interno el hijo de una de ellas. Sin embargo, por supuesto, esta solución a la incógnita de la identidad de la intrusa provoca, si cabe, aún más preguntas.

¿Que demonios hacia una muchacha, de su profesión, en su cuarto? ¿Acaso se trata de la anterior inquilina de este, que aún no había desalojado la misma? No, no puede ser; de ser así no le hubieran dado aún las llaves de la habitación, ni le hubieran sugerido que se fuera acomodando.

Pronto, los pensamientos de este se ven interrumpidos al verse descubierto por una de las mismas; sobresaltándose avergonzado, y emprendiendo una veloz huida hacia el hall del hotel. Pues ahora, un extraño sentimiento de curiosidad, se apodera de lo más profundo de su corazón; arrastrándole a descubrir que se oculta tras la de ojos escarlatas.

Bob llega a tiempo de cruzar su mirada con la de la macilenta Valentina, que era llevada en volandas escaleras abajo por sus dos compañeras, dejando el carrito de la limpieza atrás, cargado de productos, trapos y utensilios para la tarea, pegado contra la pared, debajo de una ventana abierta. Una suave brisa se coló removiendo las finas cortinas blancas, y llevándose en su resaca el perfume que Emi había dejado atrás. Consigo trajo el sonido de coches pasando de largo por la estrecha calle a la que daba la espalda del hotel.

Valentina pronto desapareció escaleras abajo, ayudada por sus compañeras, pero su alma ya había escapado a través de esa mirada desesperada que buscaba auxilio en cualquiera, hasta dar con Bob, el cliente que desconocía, pero que había despertado las alarmas en el servicio de habitaciones con su presencia.

Esa misma brisa pasó por su lado, acarició el pasillo y se evaporó al llegar al final, no sin antes susurrarle algo al oído a Matt: un coche se detenía, y el palpitar de un corazón se aceleraba de forma repentina hasta rozar la taquicardia. Dos pares de mocasines descendían al empedrado, interceptaban a la persona alterada, y la llevaban en volandas hacia el coche, cerrando la portezuela de golpe y sin detener el motor. Las llantas del vehículo arañaron el suelo al salir disparado en dirección desconocida para el abogado.

La testigo principal del “rapto” era Gaghiel. Con su idea de darse una vuelta, coincidió en la puerta con Emi. La sonrisa de suficiencia de la chica de ojos rojos se esfumó en menos de medio segundo cuando el coche frenó en seco justo frente a ella. Su rostro perdió color, pero antes de que su instinto saliera a la luz, dos hombres vestidos con impolutos trajes negros de chaqueta se la llevaron al interior del vehículo sin que tuviera que rozar el suelo siquiera. Arrancaron enseguida, y se perdieron callejeando en las entrañas de la ciudad.

La pluma roja descendió en círculos hasta el suelo.

Pues a ninguna parte, Shawn. Porque la acción está en el hotel. Un coche oscuro se detiene en la misma puerta principal del hotel, pasando a escasos centímetros de Shawn, de forma que le roza la punta de los zapatos. A su paso, Shawn puede ver perfectamente a través de la luna delantera del vehículo la sirena de la policía, apagada pero preparada por si acaso. Bajaron dos agentes de paisano, con trajes de chaqueta y tan altos que sus sombras obstaculizaban el sol detrás del joven. Entraron en el hotel a paso ligero, sin mirarle. Como la puerta de salida era cristalada, cualquiera desde fuera podía distinguirles mostrar las placas al recepcionista e intercambiar algunas palabras, y unas llaves, antes de dirigirse a las escaleras.

El recepcionista se quedó mirando a los policías antes de cerciorarse de que nadie más necesitaba de sus servicios allí, y se internó en una sala detrás del mostrador, cerrando tras de sí. Si quien espiaba por la puerta continuaba allí, habría reencontrado a las camareras de piso allí escondidas, atendiendo a la llorosa compañera.

El ascenso de los agentes les hizo coincidir con la planta donde quedó Matt. Le saludaron con un escueto y seco «Buenos días», y acto seguido, pasaron de largo, directos hacia una habitación muy concreta: la de Robert, la misma de la que salió Emi. Las llaves encajaron a la perfección, cediendoles el paso. Entre ambos, registraron la habitación sin desordenar nada: caja fuerte, armario, bajo el colchón… Ajá. Bajo el colchón. Tras guardarse la bolsita de plástico que acababan de encontrar en el bolsillo de la chaqueta, emprendieron el camino de regreso a la recepción, asegurándose de que todo estaba en su sitio y la puerta volvía a estar cerrada con llave.

Mientras la policía llevaba a cabo su mini operación, el propietario actual de la habitación fue testigo, junto a Gaghiel y Chloe, del rapto a plena luz del día.

Chloe no tuvo que andar mucho antes de encontrar una heladería, un local medianamente grande, en el que empezaba a formarse la cola. Las paredes estaban decoradas con dibujos de bolas de helados de diferentes colores emulando a todo tipo de sabores, algunos incluso con ojos para darles un aspecto aún más “divertido”. Había mesas y sillas dispuestas para los que quisieran tomarse su producto allí dentro. Los dependientes, un chico y una chica joven, atendían a la fila con una sonrisa radiante y el uniforme correspondiente, a rayas blancas y rosas, y un gracioso gorrito. En esos momentos, solo había una chica sentada con un batido helado de fresa sobre la mesa. Permanecía cara a la puerta, viendo pasar a la gente y oteando los rostros que se congregaban a la espera de un pequeño capricho frío. Casi parecía que, con ese paseo, estuviera enseñando a posta sus ojos rojos. Llevaba un uniforme escolar, compuesto de falda oscura, camisa blanca abotonada hasta el cuello y chaqueta con un escudo bordado. Tenía las piernas cruzadas y los codos apoyados sobre la mesa, acariciándose las manos.

- ¡Hola! ¿Qué te pongo? -fue el chico a quién le tocó atender a Chloe, hablando en un italiano rápido y alegre.

En cuanto Chloe salió de la heladería, cierta chica de ojos rojos siguió sus pasos. Mantuvo un par de metros de distancia de seguridad, con la mirada clavada en su nuca y la mente en otra parte. Una media sonrisa se había quedado congelada en sus labios, como si supiera que tenía más derecho que el resto de expresiones de estar ahí. Dejó de seguir a la chica en cuanto alcanzó la altura del coche de policía de paisano, en cuyo interior se introdujo sin esperar a que la llamasen. Allí se quedaron unos minutos, hasta que la de los ojos rojos volvió a bajarse y se marchó caminando por parsimonia. El vehículo por fin arrancó, siguiendo la estela que dejó el del rapto sin demasiadas prisas.

El recepcionista se limpió el sudor de la frente con un pañuelo cuando regresó al mostrador. ¿Qué más podía pasar aquel día? La policía registrando, una de las camareras de piso llorando a lágrima viva y con una crisis nerviosa… ¿Qué más, qué más? ¡Se suponía que en temporada baja todo iba a estar tranquilo!

En la parte de atrás, donde Gaghiel y Robert habían coincidido, el gentío se dispersaba. Habían pasado minutos, y allí no había pasado nada más aparte de una historia que contar al llegar a casa y las teorías de sus morbosas mentes. No ha habido sangre, así que el pueblo volverá a sus quehaceres sin esperar nada más impresionante para el resto del día. Los más jóvenes si harán mención de lo ocurrido en las redes sociales que tan bien manejan, y poco más. La exagerada reacción de Gaghiel fue otro evento que llamó la atención, pero no lo suficiente para hacer sombra al rapto. Hubo un par de personas que se acercaron un poco, preocupados, pero un trabajador del hotel, que lo había visto todo desde su puesto, fue más rápido, ofreciéndole un vaso de agua y llamar a una ambulancia.

La arquitectura europea difiere mucho de la americana. Los edificios no son tan altos, no cuentan con rascacielos que arañan las nubes. Savage tiene a su lado la suerte de que la gente no suele mirar hacia arriba. Y cuando lo hacen, es porque son tan extranjeros como él, que si le ven adherido a los tejados y paredes, piensan que se trata de algún activista. Nada que no hayan visto ya por internet cientos de veces.

El coche de paisano mantuvo la velocidad durante dos kilómetros y medio, dirección noroeste. Cuando llegó a su destino, aparcando en la acera, ambos ocupantes se metieron en la comisaría, que parecía ser un hervidero de actividad. Tardaron menos de media hora en volver a salir a la calle. Esta vez, acompañados por un chico. El chaval tenía un moratón en el pómulo, y la mirada perdida, ausente. Como si caminara hacia el patíbulo, y se hubiera hecho a la idea de que nada de lo que hiciera le salvaría. Se dejaba llevar a empujones, hasta que le metieron en la parte de atrás del mismo coche.

Otro par de kilómetros más, y estacionaron ante un edificio público, que bien podría pasar por una vivienda particular. Un cartel rezaba lo contrario, a un lado de la puerta abierta de par en par: “Centro de Menores”. El muchacho, que no podía superar los 15 o 16 años, pataleó antes de salir. Gritó. Era de las calles menos transitadas de la ciudad, y los que pasaban por allí, ya debían de estar acostumbrados a este tipo de espectáculos. Nadie salió a ayudarles, y tampoco hizo falta. Uno de los policías cogió al chico por los pies, y el otro de los brazos, y cargaron con él hacia el interior del edificio.

No muy lejos de este centro, la ciudad entraba en deterioro. Las fachadas más descuidadas, los pisos ocupados, pintadas y gente de diversas razas se paseaban por las aceras sin arreglar. Todo un reflejo del poder adquisitivo de la zona, y por estas calles se paseaba Gaghiel. Allí, el italiano era apenas una palabra suelta en el aire, atrapada en un galimatías idiomático.

La “marquesa de Innsmouth” dio con un aquelarre de mendigos. La gente que todo lo ve, que todo lo oye, y que la gente finge su inexistencia. Eran los testigos perfectos. Al preguntarles por las características del vehículo, todos se encogieron de hombros, pero en sus ojos derrotados se veía la mentira. Claro que sabían algo. Pero por un precio...


En los alrededores del hotel, Robert se perdía en sus pensamientos. Eran más acertados de lo que él mismo creía. Una sensación cada vez más insistente se instaló en su nuca, como dos agujas atravesando la piel. Alguien le estaba observando. Pero había demasiada gente en la calle como para encontrar a nadie en concreto, al menos, con un solo vistazo. Fuera quien fuera, no se perdían detalle de sus pasos, y le importaba poco que fuera pleno día.

Cerrando el círculo, el recepcionista vio bastante tarde a Chloe. La sonrisa le tembló en los labios cuando se dispuso a atenderla. Incluso su tono de voz había perdido su profesionalidad, saliendo algo más atiplado de lo normal.

─ ¿En qué le puedo ayudar, señorita?

Estados Unidos es un auténtico nido de superhéroes. Pero el viejo continente aún anda falto de ellos. Todo lo sobrenatural, todo lo extraordinario, es reacio a cruzar el charco, y cuando lo hace, pasan cosas como lo que le acababa de pasar al chico que había sido abducido por Savage.

Los gritos de los policías fueron ahogados por la distancia, y cuando el chaval consiguió poner el pie en tierra firme, no sabía qué hacer a continuación que no fuera temblar. La voz no le salía del cuerpo, así que el aviso de la entidad se cumplió. Ahora que lo tenía cerca, podía ver lo desgarbado que era, lo harapiento que realmente estaba. Por no decir que, bajo la luz natural y tan cerca, pequeñas manchas rojizas salpicaban el iris de sus ojos. Esquivó la visión de la bolsa que le mostró Savage a propósito, porque el arte del disimulo había huido espantado. Desorientado, se alejó unos pasos para corroborar que la cornisa de la azotea era real palpándola un poco.

Ese breve tiempo en el que se aseguró de que era todo muy real le bastó para adquirir una nueva determinación. El miedo y la confusión dieron paso a una brizna de esperanza. Se pasó la mano por la cabeza un par de veces.

─ Me quedé con un par como garantía. Es decir, tenía que haberlas vendido todas, pero pasó lo del chico que se mató con los poderes, y le dieron mi descripción a la policía -parecía estar a punto de romper a llorar -¡No quiero seguir haciendo esto! ¡Lo juro!

Se abalanzó sobre Savage por sorpresa, cogiéndole por la pechera. Era la desesperación lo que movía a aquel muchacho.

─ ¡Tienes que ayudarnos! ¡Por favor!

El chico hablaba en plural. Como si hubiera varias víctimas. Y de hecho, las había. Pero el chaval no podía saberlo. Más que nada, porque Robert estaba a punto de convertirse en una de ellas. Entrar en un callejón anexo a la avenida no era buena idea, y siendo un turista, la diana que tenía pintada en el bolsillo llamaba al crimen a gritos.

Además, desde hacía unos años se había impuesto una nueva moda. El denominado secuestro exprés. No hubo pisadas, ni carreras. Sino que, de pronto, un férreo brazo le rodeó el cuello desde atrás y sin avisar, apretando en pos de hacerle perder el conocimiento cuando el murmullo de la gente de la calle principal se había convertido en algo lejano, como de otro mundo.

El susto inicial del chico se disipó enseguida. Más rápido de lo que Savage había visto en una persona normal. Aún así, ya no volvió a acercarse a él,y  se quitó el agarre del brazo como quien se quita un bicho del brazo. Tardó un buen rato en pensar lo que tenía que decir, tragando saliva un par de veces, amoldando su respiración, pasándose la mano por el pelo, mirando al suelo… Todo demasiado rápido, demasiado seguido.

─ Vale -masculló, para luego añadir casi en un grito que no iba para Savage, sino para convencerse a sí mismo del último y definitivo paso -¡Vale! Si, está bien. Es decir, me la he jugado igualmente, a lo mejor contigo hay alguna posibilidad.

Hizo una pausa y volvió a contemplar a sus alrededor, con tanto ahínco, que una vez más estuvo a punto de caer por la cornisa al asomar casi medio cuerpo, echando cuerpo a tierra incluso.

─ No podemos hablar aquí. No así. Es decir, tiene oídos en todas partes, ojos en las nucas de todo el mundo. Necesito un escondite.



Era dificil diferenciar a unos de otros. Las barbas descuidadas, cabellos ralos, ropas desgajadas. Era necesario fijarse en los pequeños detalles para determinar quién era quién, porque los nombres dejaron de importarles cuando se vieron en la calle, desposeídos de los frutos del trabajo de toda una vida. Porque en la existencia, siempre gana la banca, y esa lección la aprendieron por las malas. Los ojos muertos de todos ellos se abrieron desmesuradamente cuando el fajo de billetes entró en juego. Las manos temblaron bajo los ticks, conteniéndose. La vida en la calle les había preparado para desconfiar de todo, pero más que nada, de los milagros como aquel.

Solo uno dio el primer paso al frente. Fijándose, como se ha dicho antes, en los pequeños detalles, era el más viejo de todos en apariencia. Andaba con muchas pausas, y usaba un palo destartalado y compuesto por ramas y maneras unidas por esparadrapos. Su mano libre fue un borrón que hizo desaparecer los billetes, olisqueándolos y observándolos a contraluz antes de darlos por buenos, de forma minuciosa. Con una señal, informó al resto de que podían confiar en ella. Así que, todos a una, atendieron al interrogatorio.

─ La camorra tiene amigos nuevos -respondió uno de ellos -Más jóvenes. Mucho más jóvenes.

─ Les han regalado nuestra zona -dijo otro en un italiano de acento cerrado. Fue el primero en hablar el que tradujo para Gaghiel -La esquina del Piccola.

─ Yo intenté entrar una vez para pedirles que me dejasen mendigar.

El último en hablar salió de entre las sombras de un portal. La sangre reseca dibujaba caprichosas formas en su cara, ya de por si desfigurada. Las heridas parecían recientes, con un ojo morado y diversas contusiones visibles.

─ Me dejaron así. Y no me tocó ninguno. No son humanos.

El resto del grupo se rió a carcajadas de él. Acostumbrado, el herido emitió un gruñido y volvió a su escondite sin decir nada más. El líder de la banda de vagabundos negó con la cabeza.

─ ¡Claro que lo son! ¡Tu que ibas demasiado borracho! ¡Te pasa por no compartir! -escupió al suelo con desdén -Bueno, el caso es que tu coche se pasa a menudo por allí a recibir el pago. Como hacían con nosotros antes. Supongo que ganarán más con ellos…

Se lanzaron como jabatos hacia el nuevo fajo de billetes, obviando la aparente cadena de mando. Ninguno prestó atención a la salida de Gaghiel, demasiado ocupados en robarle al compañero.

El repentino “ataque” de la venda en los ojos le hizo convulsionarse de miedo. Sin embargo, notar el aire a sus pies mientras Savage le llevaba de una punta a otra de la ciudad, le bastaron para quedarse bien quietecito. Cuando se vio libre de su atadura, parpadeó y se frotó los ojos con los puños para eliminar cualquier resto que pudiera quedar. Dio unos pasos tambaleantes examinando la habitación, pegando el oído a las paredes, mirando bajo el vano de la puerta… Incluso olisqueó el aire. Poco a poco, la reticencia del muchacho fue desvaneciendose. Pero nunca del todo. Se sentó en el borde de la cama, sin dejar de mirar por el rabillo del ojo hacia la puerta y la ventana.

─ Yo ya he estado aquí antes… Huele a productos de limpieza… -masculló para sí.

─ -Bien, considera esto tu nuevo piso franco hasta nuevo aviso. Y ahora va siendo hora de que sueltes nombres, ¿Quién demonios eres y quién te persigue? ¿Cómo cojones unas pastillas pueden causar la muerte de un mutante?

El ansia de respuestas de Savage captó su atención. Aún así, estuvo un rato callado, pensando las respuestas.

─ Me llamo Valentino.

Por un momento pareció dispuesto a soltarlo todo. Pero cerró la boca, se pasó la mano por el pelo hacia atrás, y emitió un profundo suspiro. Seguía estando intranquilo.

─ Esto es… muy complicado. Mucho. ¿Me creerías si te dijera que… hay más “mutantes”, como tu les llamas? Mutantes a los que -hizo un gesto con las manos -agrupan en secreto. Porque… ¡porque la mayoría son niños! Así que no saben controlarse. Producen accidentes, o se quedan cortos o se pasan. Y esa gente… esa gente…

Bajó el tono de voz hasta que apenas fue un susurro. Tragó saliva y siguió hablando:

─ No nos enseñan cómo controlarlos. Nos enseñan a ocultarlos. Nos dan… cosas para ocultarlos. También para forzarlos a salir. Es como las drogas, ¿sabes? -estaba al borde de las lágrimas -. Si te pasas con ellas, seas o no mutante…



La exhibición de defensa personal de Bob sería digna de ver… si alguien estuviera ahí para verla, aparte de su captor. Sus repentinos movimientos parecieron desequilibrar a su atacante, que cedió bajo el peso y acabó, tal y como Robert pretendía, chocando con la espalda contra la pared. Eso hizo que su amarre disminuyera en presión, pero seguía estando ahí. Podía oírle resollar después del choque en el oído.

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El Piccola estaba custodiado por unos repartidores que bajaban cajas con bebidas y las metían en la parte de atrás del local. Dos de los trabajadores, lo más seguro era que se tratase de camareros, supervisaban la operación charlando entre ellos en acelerado italiano y fumando sendos cigarros.

La vieron acercarse, pero ninguno dijo nada, suponiendo que pasaría de largo. Cuando Gaghiel terminó sus pasos en la puerta, tanto uno como otro tiraron los cigarrillos, los aplastaron con los pies, se ajustaron el mandil y fueron a su encuentro.

─ Está cerrado, señorita. Abrimos solo por la noche -le advirtió en un parco inglés.

Valentino tragó saliva. Su pierna subía y bajaba, cada vez más aprisa. Miró a todas partes menos a Savage. Aún tenía dudas, aún se sentía inseguro. Pero si alguien podía acabar con todo aquello, era alguien que fuera tan “extraordinario” como ellos. Y si no, al menos, podía buscar protección. Si la cosa salía mal, podía convencer a ese “mutante” a ayudarle a escapar a otro país junto a su familia.

Si, eso haría. Le mandaría de avanzadilla. Tenía más papeletas para sobrevivir que él. Si Savage veía que la cosa estaba complicada, huirían y punto.

─ Vale -se dio una palmada en las rodillas y se incorporó de golpe. Quizá demasiado repentinamente, porque le sobrevino un mareo que le obligó a volver a sentarse -No lo sé todo, porque han calculado los riesgos. Lo que pasará si nos cogen a uno de nosotros. Vendrán a buscarme, claro que lo harán. Tienes que prepararte para eso. Porque si me cogen a mi, y te relacionan, acabarán contigo. Y creeme, pueden hacerlo. Te superan en número. Y en preparación.

Eso último le arrancó un asomo de risa histérica que acabó rápido.

─ El sitio donde me has recogido. Es un centro de menores. Allí, la mayoría de los chicos son como yo -se llevó la mano al pecho -La mayoría no tienen nada que perder, ningún otro sitio al que regresar. Sus carceleros son su familia. Así que, la mayoría, colabora con ellos a gusto. Todos los voluntarios están involucrados, pero hay alguien… alguien en quién confiaba. Ella no estaba de acuerdo con todo esto, con usarnos como camellos… Anoche no vendí mi parte entera. Solo tuve un comprador, y pensé… Bueno, fue una estupidez. Le di mi parte. Toda la mercancía de la noche. Se llama Emi, tiene el pelo azul y la última vez que la vida, se había puesto una pluma roja en la cabeza. Si consigues hablar con ella, estoy seguro de que te ayudaría más. Lleva más tiempo trabajando con ellos.

La consciencia le duró a Robert lo que tarda en llegar el golpe en la nuca definitivo. El transcurso del tiempo se convierte en un suspiro, y cuando volvió a abrir los ojos, el escenario que tenía delante era totalmente distinto al inocente día en las calles italianas. Estaba en una habitación estrecha, un dormitorio, a ojos vista. La luz se filtraba por las diminutas rayas de la persiana echada, sacando destellos a las partículas de polvo en suspensión. Sentado en el suelo, podía sentir el frío contacto de la espalda contra la pared, empapelada por completo con una cenefa de elefantitos rosas y violetas. A su izquierda estaba la cama, hecha sin una sola doblez. Un peluche de un ratón negro de dibujos animados es su único ocupante, con la cabeza recostada sobre la almohada y la sonrisa hacia la puerta cerrada. Frente a él, un armario de madera donde, si entrecerraba los ojos, podía ver su reflejo en la superficie.

No era el lugar donde uno espera encontrarse cuando es secuestrado, eso estaba claro. Pero tampoco se trataba de un lugar cargado de encanto. Faltaban juguetes, faltaban cuadros. Era un cuarto de niño genérico, que no se interesa por la lectura ni el juego.

Cualquier pregunta que acudiera a la mente de Robert podía formularla en breve. Como si hubieran intuido su despertar de antemano, unos pasos se oyeron al otro lado de la puerta, acercándose. Fuera no había ruido de voces, ni vehículos en la calle. Todo estaba extrañamente silencioso, a excepción de esos pasos. Se detuvieron y el tintineo de unas llaves se peleó contra la puerta durante un brevísimo lapso de tiempo que se hizo eterno, hasta que, por fin, la cerradura cedió.

Quien entró no parecía ser más que una adolescente, con un uniforme propio de un instituto privado: camisa blanca, falda plisada y escudo bordado sobre el pecho. La primera impresión, si era general, no era mala. El problema era que parecía desprender un aura de seguridad en una situación absurda. No se sorprendió al encontrarse con un hombre atado en un rincón del cuarto, y eso que se detuvo a contemplarlo un rato con esos ojos de iris rojo. Mantuvo una expresión neutra en el rostro, y salió un momento para traer desde otro cuarto una silla. Cerró la puerta detrás de ella, y antepuso el asiento justo delante de Robert. Por último, la chica tomó asiento, cruzando las piernas y poniendo las manos en la rodillas, como si estuviera pasando el rato en una sala de espera.

─ Hola. ¿Qué situación más rara, verdad? Quien te ha traído aquí ha sido un poco bruto contigo. Lo siento. Creo que ninguno de nosotros sabe cómo actuar en este tipo de situaciones…

Si Robert había prestado atención a la última frase, pudo percibir un ligero retintín en sus palabras.

─ Y me imagino que los dos queremos que esto acabe cuanto antes. Pero tenemos un problema. Bueno, varios. Uno de ellos es que no sabemos cómo vas a actuar una vez que te suelte. Podrías decirme que no me harás nada. Que contestarás a mis preguntas y luego te irás. Que no le contarás nada a la policía. Esa historia si la he vivido más veces -observó, dejando escapar una breve risa jovial -. Así que se me ocurre algo. Te dejaré tal y cómo estás ahora mismo. Atado, y sentado. Responderás a mis preguntas. Y cuando considere que hemos terminado, te taparemos los ojos y te soltaremos cerca de tu hotel. Considera tu situación. ¿Hay trato?

Hablaba en un tono tan sosegado que era casi hipnótico, de no ser por esos ojos que se clavaban hasta el tuétano. Sus palabras decían una cosa, pero sus ojos buscaban pelea. Parecían rogarle a Robert que se sublevase. Que le dieran algo de juego. Que obedeciera a su boca o a sus ojos, quedaban en manos de nuestro protagonista.

Por la cabeza de Valentino desfilaron en orden las posibles consecuencias que la incursión de Savage podría desencadenar si ponía un pie en el sitio de donde acababa de escapar por los pelos. Cada idea hacía que su rostro palideciera aún más, hasta convertirle en un fantasma viviente. Quiso deshacerse de la inquietud frotándose el pelo con fuerza, provocando una leve lluvia de caspa sobre los pantalones que vestía.

─ No te puedo decir dónde está. Aunque a lo mejor… Le pedí que le mandase un mensaje a mi madre. Trabaja en un hotel. Puede que ya haya ido, o que esté allí ahora mismo hablando con ella. El hotel Adriano.

Le dio a Savage la dirección exacta con pelos y señales.

El camarero que llevaba la voz cantante se aclaró la garganta un momento antes de repetir lo mismo que había dicho anteriormente, pero en italiano. Ni añadió una palabra más, ni quitó nada. El que quedó detrás perdió interés en la conversación. Uno de los porteadores reclamó su atención con un grito, sacudiéndose las manos y chocándolas entre sí para limpiárselas. Con un gesto de disculpa, dejó a su compañero esperando la respuesta de Gaghiel y se reunió con el cargador para ultimar los detalles del pedido. El transportista sacó un portafolios pequeño y señaló varios puntos en él, repasando una última vez la mercancía con la ayuda del camarero.

La chica se quedó estupefacta, apartándose un poco del respaldo de la silla.

─ ¡Anda! ¿En serio? ¡Mira qué bien! -dio una palmada y volvió a recuperar la postura de antes, cruzando los brazos por encima del respaldo - Por un momento pensé… bueno, da igual. Eso demuestra que eres una persona hecha y derecha. Dime, ¿te está gustando Italia? Independientemente de que te haya secuestrado. Si todo sale bien, no volveré a molestarte, te lo prometo. Bueno, cuéntame. ¿Qué hacía Emi en tu habitación? ¿Sois amigos? ¿Pareja?

FdR:

En cuanto Savage admite dónde está, el chico abre mucho los ojos, con las pupilas dilatadas y todo.

─ No… ¿De verdad estamos en… ? -se llevó la mano a la boca para ahogar un grito. Son demasiados sentimientos, demasiadas sorpresas. El miedo, que aún le escuece. La esperanza, que trata de abrirse camino. La fe, porque ha visto un salvador desinteresado en Savage… Pero todo se oscurece cuando escucha la puerta cerrarse con llave al otro lado. Se pegó a la puerta y comenzó a golpearla con la mano -¡No! ¡Por favor! ¡Déjame ir con mi madre! ¡Déjame salir! ¡Por favor! ¡POR FAVOR!

Sus gritos se amortiguan en la distancia, quedándose en el piso de arriba. Cuando Savage entra en la sala de descanso se encuentra allí a Valentina sola, sin la compañía de las otras dos chicas del servicio de habitaciones con quienes la vio al principio. Ya no lloraba, pero si moqueaba, con la nariz enrojecida y desollada por los lados por culpa del gasto de pañuelos. Con ojos cristalinos por las lágrimas que le han dado un descanso, se volvió hacia el recién llegado, creyendo que es su jefe, y con una excusa ya preparada para disculparse. Mas, cuando vio que no es quién esperaba, la pena de su rostro se neutralizó. No era la policía tampoco. Solo un chico. Como su hijo. Un niño.

─ ¿Quién eres?