DIABLO DE LA GUARDA
«Perdóneme, padre, porque he pecado».El sonido de las ratas correteando entre los contenedores. El aroma hediondo de la gasolina derramada sobre el pavimento. El sabor metálico de la sangre empapando sus labios. Un quejido lastimero que nadie escuchó.
No había escapatoria del callejón, no para ellos. Corriendo como si el diablo te pisara los talones, decía el refrán... ¿Y lo que no decía? El diablo, al final, siempre terminaba echándote el guante. Cuando Daredevil se puso de pie, sosteniéndose con fuerza un costado de su cuerpo, a la altura del abdomen, jadeando por una herida que no dejaba de manar... cuando Daredevil se puso de pie, lo hizo en medio de un mudo desfile de matones inconscientes, tirados en el suelo siguiendo un patrón irreconocible.
«Cuéntame, Matthew».Le costaba andar, pero no tenía otra opción. Su respiración, agitada, soltaba nubes de vaho en el frío aire de una noche neoyorquina de invierno. Daredevil arrastró su pierna derecha, posiblemente dislocada, y avanzó, un paso a la vez, goteando sangre por un sinfín de violentas heridas como Hansel y Gretel dejando su rastro de migajas en el bosque.
Se había encargado de los siete tipos del callejón, pero un infierno lo aguardaba dentro. No pudo menos que sonreír fugazmente ante la ironía. Por una vez en su vida, iba vestido para la ocasión.
«Temo que... Dios me haya abandonado».Daredevil abrió la puerta de hierro de un sólo tirón. Su brazo gritó en agonía. No estaba en condiciones de seguir. En cualquier momento podía desmayarse del dolor, o caer muerto por las hemorragias. ¿Y entonces qué lo haría seguir adelante?
La culpa. La culpa lo haría seguir. Un paso a la vez. La culpa era parte de su código genético, de su herencia católica, de su credo personal. Él había dejado que esto pasara. Él debía solucionarlo. Era su responsabilidad.
Del otro lado de la puerta lo recibió una lluvia de balazos. Uno alcanzó a atravesar su hombro limpiamente, los demás agujerearon la pared detrás de él. Dando una voltereta en el aire, Daredevil se lanzó por el corredor concentrado únicamente en el silbido de las balas cruzando el aire, en el olor de la pólvora en la punta del cañón de la pistola, en la pesada respiración del hombre que disparaba una y otra vez con el miedo palpitando violentamente contra su pecho. De una patada lo desarmó, y con un gancho derecho lo lanzó al suelo. Su papá estaría orgulloso.
Podría haber soltado un comentario ingenioso, pero no estaba de humor. En su lugar, se limitó a golpear al hombre. Una vez. Dos veces. Tres. Cinco. Diez.
«Dios nunca nos abandona. A veces, el mundo puede parecer muy oscuro. A veces no vemos el camino delante de nuestros pies. Pero el Señor siempre iluminará la senda, Matthew. Él todo lo perdona. Lo único que requiere es un salto de fe».Mientras bajaba en el ascensor, Daredevil se preparó para el comité de bienvenida que lo recibiría del otro lado de la puerta. El edificio parecía ser una fábrica abandonada. A juzgar por el frío glacial y la humedad que rezumaba de las paredes, el lugar debía de estar sumido en las tinieblas. Pero ningún alma merodeaba voluntariamente en la oscuridad.
Daredevil intentaba no pensar en Penny. Había ido allí por ella, pero no debía dejar que su recuerdo lo distrajera. No podía lidiar con la idea de que la niña estuviera muerta... y todo por su culpa. Penny no tenía madre, y su padre solía abusar de ella. Matt Murdock, el renombrado abogado de Hell’s Kitchen, ganó el caso en su contra y metió al bastardo en la cárcel. Los servicios sociales se llevaron a la pequeña, con la esperanza de un futuro mejor. Un futuro que nunca iba a llegar.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron, los matones descubrieron que no había nadie allí. Dos se adelantaron, metiéndose envalentonados en la caja de metal, sólo para ser sorprendidos por el diablo de Hell’s Kitchen que aguardaba en el techo.
Lo que siguió pareció una embestida de animales. Daredevil contra una docena de hijos de perra. A uno le pegó un codazo en la cara al mismo tiempo que le pegaba una patada en el pecho a otro. Otros tres tumbaron al enmascarado con ferocidad, y con igual ferocidad lo golpearon con caños y garrotes. Daredevil ya no sabía si lo que escupía era sangre o su propia alma.
Pero se levantó. Siempre se levantaba.
Mientras agarraba a uno por el cuello, corrió por la pared para patear a otro en la nariz. Dio una vuelta mortal hacia atrás hasta caer de pie, y, sujetando dos porras, se lanzó en un frenesí descontrolado contra los cuatro que tenía delante, revoleando sus armas con agilidad, precisión, y equilibrio perfecto. Ya no sentía el dolor ni el entumecimiento. No sentía frío ni calor. Sólo rabia. Rabia como un perro que ha sido apaleado lo suficiente.
«No podrá perdonar esto, padre».Roto pero no vencido, Daredevil cruzó el último umbral para encontrarse con su destino. Estaba en una habitación pequeña y probablemente mal iluminada. Podía oír sonidos rebotando en todas las direcciones, la temperatura bajando y subiendo drásticamente de un punto al otro. Había muchas personas en aquel sitio, apelotonadas juntas. A juzgar por sus latidos, no debían de tener más de diez o quince años. Niños.
Excepto uno. Un hombre parado en el centro del infierno. Un hombre que amenazaba con ejecutarlos a todos si el diablo de Hell’s Kitchen no se quedaba quieto en su lugar. Penny. ¿Dónde estaba Penny? Podía oler su aroma. Pero había más, muchos más, decenas de ellos. ¿Qué era... qué era este lugar? ¿Por qué tenían a todos estos niños aquí? ¿Y qué era ese jodido ruido...?
Oh. Cámaras. Cámaras de video. Desde la distancia, Daredevil olfateó los nauseabundos olores de un colchón repleto de chinches al otro lado de la habitación. Podía sentir asqueado la humedad que desprendía, los sudores, los... Dios santo...
Por todos los cielos...
No...
«¿Por qué, Matthew? ¿Qué es lo que has hecho?».Maldito sea. Maldito enfermo
pedófilo de mierda. Maldito hijo de perra. El corazón del hombrecito se saltó un millón de latidos y su respiración se entrecortó cuando Daredevil se lanzó sobre él. Primero lo desarmó con tanta violencia devastadora que le quebró la muñeca de un solo golpe. Luego lo mandó al suelo de una patada asoladora en sus partes, dejándolo probablemente sin día del padre. De por vida.
Y gritó, Daredevil gritó, incapaz de digerir la repulsión que le provocaba el infierno en el que vivía. Agarrándolo del cuello de la camisa, separó al hombre del suelo solamente para estamparlo otra vez contra el duro pavimento de un puñetazo en la cara. Y le volvió a pegar. La sangre salpicaba la boca del diablo como la tinta en la firma de aquel contrato funesto. Y gritaba, como una bestia herida, sin parar de golpearlo. Le dolían ya los nudillos, pero no se detuvo. No podía parar. Ya no sabía cómo.
En un mundo de oscuridad perpetua, Matt Murdock no olía nada más que sangre.
«Creo... Dios... creo que maté a un hombre».