Humanos de otro tiempo (Steve Rogers) [2/06/2019]

“Poco te puedo decir, que no sepas ya. Las proporciones son inmejorables. El juego de luces perfecto. Técnicamente, tus dibujos son impecables. Y, por ello, no valen nada. La única diferencia entre ellos y una fotografía, es que tú has gastado más tiempo. No te regañaré por usar lo que te he enseñado. Eres aplicado. Me lo estás demostrando. El problema, es que eso ya lo sabía. Pero, hasta que no me muestres esos folios que, tan celosamente, guardas bajo llave en el segundo cajón de tu escritorio, no sabré realmente si eres un artista. Estás en tu derecho de no hacerlo, pues estoy seguro de que no son para mí. Ese es el único misterio del arte, muchacho. Expuesto en un museo o impreso en un libro. A plena calle o escondido en un cajón. Por mucho que queramos ocultarlo, siempre es para alguien.

Es decisión tuya, si quieres que ese alguien lo descubra”.

-Ian Rogers (abuelo paterno de Steven Grant Rogers)


El eco de unos pasos lentos se escuchaba en las vacías galerías del Museo de Brooklyn. Las luces aún no se habían apagado, pero hacía algo así como una hora que el edificio había cerrado sus puertas al público. Además del personal de seguridad, alguno de los empleados aún seguía en el edificio. En la tienda de recuerdos se cuadraban con prisa las cajas y algunos guías compartían con un café las anécdotas del día antes de dar por terminada su jornada. Sólo una persona estaba fuera de lugar. Un hombre rubio, vestido con una chaqueta de polipiel azul y una sencilla camiseta gris. Bajo la axila, portaba un bloc de dibujo. En el bolsillo interior de la cazadora, un alargado y fino estuche con lápiz y carboncillo. Un vecino de Brooklyn un tanto especial. Uno al que dejaban contemplar las obras de arte cuando todo el mundo ya se había ido. Un privilegio que le avergonzaba. Pero sólo de ese modo podía encontrar la paz para poder disfrutar de su visita. Era, también en cierto modo, un acto de humildad. Su presencia durante las horas de apertura lo convertiría a él en foco de atención, en vez de las piezas expuestas; las que realmente lo merecían. Por otro lado, en completa soledad, con el silencio, podía no sólo admirar, sino también garabatear en su bloc de dibujo alguna de las obras. Cuando no se sentía inspirado, simplemente caminaba. Estaba en su hogar, el barrio donde nació.

Y él mismo se consideraba, desde más de un punto de vista, una pieza de museo.

Era un buen trato. De hecho, incluso había llegado a hacer cierta amistad con Anita Janssen, una de las empleadas de seguridad. Una mujer nacida en Brooklyn, de padre holandés y madre puertorriqueña. No debía tener más de treinta años. Anita le recordaba a Steve cuánto habían cambiado las cosas desde que se congeló en el hielo; en general, para mejor. También le hacía pensar en sus propios padres, viajando al “Nuevo Mundo” desde Irlanda, con una mano delante y otra detrás. Era entonces cuando advertía lo poco que habían cambiado las cosas en realidad.

Steve había ido tantas veces por allí que a Anita ya no le imponía su presencia, y eso era un alivio extraordinario. Hablaban de cosas cotidianas. Hablaban de la novia de ella y de la ausencia de una en el caso de Steve. Hablaban de que Anita y su pareja querían ser madres, y de que aún no habían acordado cuál de las dos iba a ser la gestante. Steve hacía, con pudor, pocas preguntas. Anita contestaba divertida, pues Rogers parecía el único que las hacía con genuino interés, no con afán de confirmar un prejuicio oculto. A Anita le parecía paradójico que, el hecho de haberse perdido cerca de setenta años de historia, hiciera al "viejo capitán" más educado o abierto que la mayoría de los de su propia generación. No pertenecía a aquel tiempo y, por ello, quería conocerlo. Eso, le daba menor predisposición a juzgarlo. Aquel vicio, parecía más común en quienes se creían dueños de él.

Una noche, por simple morbo, Anita le preguntó “¿Cómo encajaba un hombre de los años cuarenta que un futuro bebé fuese a tener dos madres?”

Steve pensó en la suya y, luego, pensó en su padre. La respuesta fue sencilla: “Si me hubiesen asegurado que la otra sería parecida a la única que me tocó, ojalá haber tenido dos”. No era una contestación difícil, conociendo a Joseph Rogers. Luego, sus pensamientos derivaron en su abuelo. Él sí había sido su auténtico padre. Tras tantos años, aún no le cabía en la cabeza cómo Joseph había terminado malográndose hasta tal punto, teniendo en casa un ejemplo como Ian Rogers.

De pequeño, todos repetían una y otra vez que su padre no siempre había sido así. Que la guerra lo cambió. Steve también fue a la guerra. Y, después de la “suya”, a muchas más. Y la guerra no lo cambió. Al menos no en el sentido en que lo había hecho con Joseph ¿Puede que ese hubiese sido uno de los motivos para alistarse? ¿Además de parar los pies a los nazis y a los japoneses? ¿Demostrarse a sí mismo que un buen hombre era un buen hombre? ¿Demostrar a sus difuntos padres que la guerra no lo convertiría… en un monstruo?

La guerra estaba más presente que nunca en los pensamientos de Steve. El museo estaba lleno de carteles sobre la próxima exposición: “Nuestra Vida entre Trincheras”.

No sabía si tenía ganas de asistir a la inauguración, pero no le cabía duda de que se lo pedirían. Le gustase o no, era un símbolo de aquella guerra, y se lo debía a todos los que lucharon y sufrieron en ella. Vivos y muertos. En eso pensaba Steve Rogers mientras, sentado frente al retrato de George Washington (uno de los tres pintados por Gilbert Stuart en 1796), arañaba trazos de su lápiz sobre el bloc, muy distintos al rostro del primer presidente. Anita deambulaba cerca, comprobando que ningún visitante se hubiese quedado tras el cierre (ninguno aparte del capitán, por supuesto). Finalmente, garabateó la fecha y firma y, con sumo cuidado, arrancó la hoja por la línea de puntos y se la tendió a la empleada de seguridad.

- Aquí tienes- sonrió Steve- Un “Rogers” auténtico.

Anita esbozó también una leve sonrisa y, con parsimonia, se acercó a Steve para observar el dibujo que, para su sorpresa, la tenía a ella como protagonista. La curva en los labios del capitán desapareció, sin embargo, cuando vio la expresión de su amiga. Pasando (a una velocidad bastante difícil de seguir) de la sorpresa a la incredulidad, y de la incredulidad al desagrado. Steve frunció el ceño. Por mucho que se tratase del Capitán América, ningún artista era inmune a la crítica.

- ¿No te gusta?- preguntó extrañado.

- No… está muy bien pero…- Anita se rascó la nuca- Esta sonrisa… Es demasiado, no sé...

- ¿Crees que es artificial?-preguntó angustiado

- No… eso es lo raro. Me refiero a que es demasiado… amplia. No… no creo que me la hayas visto nunca.

- Aquí no- suspiró aliviado Steve- Esa es la sonrisa que pones en casa, con Megan. Y será la que pongas cuando veas al bebé, estoy seguro.

- ¡Vaya! ¡¡Soldado, dibujante y adivino!!

- No- se encogió de hombros Steve- Simplemente puedo “verlo”. Y entiendo por qué te las guardas. Esas sonrisas deben regalarse a quien las merece. No es cosa del suero. Ese, es un superpoder de artista.

La mujer observó el dibujo, y luego miró con detenimiento a Steve. Fue entonces, cuando su rostro se convirtió en el reflejo exacto de la imagen que sostenía en sus manos.

- Es bonito…

- Gracias- bajó la mirada Steve.

- No me refiero al dibujo- ella también bajó la mirada- Es bonito… que hayas terminado siendo justo lo que dicen de ti. Creer, por una vez… en algo que sea verdad…

El silencio tomó por asalto la galería. Steve cerró rápidamente el bloc y se quedó mirando el retrato de Washington sin verlo realmente. Anita, con cuidado, enrolló su “Rogers” e inició lentamente la marcha.

- Oye, en media hora hago pausa para el café. Si por entonces ya te has cansado de mirar al prota de los billetes de dólar, puedes levantar ese culito perfecto tuyo y charlamos un poco.

- Mi… ¿Qué?- Steve se puso rojo- ¿Te has fijado en...? Pero... yo pensaba que tú no… que no te gustaban…

- Y no me gustan- se encogió de hombros Anita- Tampoco me gustan los muffins, y reconozco que son bonitos. Trabajo entre obras de arte, capi. Reconozco una cuando la veo… - Steve se echó a reír meneando la cabeza. Lo de los chistes sobre su trasero había llegado, sin duda, demasiado lejos- Y... también sé reconocer cuándo alguien no tiene demasiada gente con la que hablar. Por experiencia...

- Gracias- asintió el capitán- pero no creo que me quede mucho por aquí ¿Otro día?

- Otro día- saludó marcialmente (no sin cierta sorna) Anita- Y, entonces, puede que hablemos del otro dibujo.

- ¿Qué dibujo?- preguntó Rogers visiblemente extrañado.

- El que te esfuerzas tanto en que no vea…- dejó en el aire la guarda, mientras se alejaba por el pasillo.

Steve esperó a que se fuera y abrió con lentitud el bloc. Sin que él mismo les diera la orden, sus piernas se pusieron a trabajar. El capitán deambuló sin rumbo entre los pasillos, con la mirada y la mente centradas en el bloc. Comenzó a pasar las páginas, una por una, y una sucesión de sonrisas, cada una distinta a la anterior, comenzaron a desfilar por sus labios. Vio a Peter, sentado en una cornisa. Con el rostro en sombra, por supuesto. Sería extraño que el Capitán América tuviese un retrato de Peter Parker. La gente podría sumar dos y dos, y el chico ya tenía bastantes problemas. En la siguiente página, un dibujo de Wanda. Con su mirada enigmática, llena de ternura bajo toneladas de sufrimiento. En la siguiente, Nat y Clint. Él con su arco tensado, ella sujetando sus muñequeras. Sonriendo… en medio de la batalla. Como si pudieran leerse la mente.

Por último, llegó a ese retrato. Aquél que había garabateado casi de memoria, ayudándose tan sólo de alguna referencia. No eran difíciles de encontrar. Su rostro, era tanto o más famoso que el suyo. Al menos, para la mitad de ese nuevo mundo de locos. Su “segundo nuevo mundo”, en tan sólo una vida.

Steve no sabía cuánto había caminado, ni dónde estaba. Había ido sorteando las vitrinas por mero instinto, bajando escaleras por azar. Se había quedado absorto en su mundo de trazos negros. Y sólo se detuvo cuando vio aquél rostro sobre el papel. Un rostro iluminado por la ciudad. Uno que le prometió jamás estar sólo de nuevo.




Fue entonces cuando Steve Rogers alzó la mirada.

Y, entonces, pudo ver el rostro de trazos negros inclinado sobre una mesa de trabajo.

Y un par de bucles negros liberarse de nuevo.

¿Cuántos segundos son sorpresa? ¿Cuántos estupidez? ¿Cuántos descortesía? Preguntas que Steve Rogers se haría en otro momento. Por lo pronto, le bastaba saber qué hacía Diana allí. Si Peter o Tony hubiesen estado presentes, les habría preguntado por las probabilidades. No, si Peter o Tony hubieran estado allí, se estarían riendo de él. Peter con un poquito más de discreción, aún le imponía algo de respeto. Como la presencia de Diana de Themyscira, allí, hablando, observando, respirando... Como si su dibujo hubiese cobrado vida. Con los vivos ojos azules, mirándola ¿Cuántos segundos son descortesía? Steve no los sabía. La barrera de la estupidez, estaba seguro de haberla rebasado.

- Yo...- le tendió la mano inmediatamente. Se quedó en el aire hasta que ella terminó de limpiarse. Eso estaba haciendo. Trabajar. Lo habría descubierto antes, si tuviese ojos en la cara- También me alegro mucho de verla.

Estrecharon manos. El agarrón fue firme, los músculos de la mano se contrajeron. También se tensó un poco el biceps, debajo del mono. Era como saludar a una de las estatuas del museo. Como apretar el mármol. Una mano consistente, suave, pero infinitamente más cálida. El apretón duró un poco más de lo estrictamente necesario.

Menos mal que le había dado tiempo a cerrar la libreta.

- No, no estoy aquí por la exposición, aunque asistiré por supuesto. Simplemente estaba... matando el tiempo. Supongo que este es un poco mi sitio. Un museo

Se rió. No le hizo falta verse para saber que lo había hecho como un tonto, y entonces la vista de ella volvió a sus ojos. Estaba pensando... La cuestión era... ¿En qué?

-  Ha venido para dibujar… - Premio... ¿Era tarde para comerse el bloc? La mirada de la amazona brilló con mayor intensidad a pesar de la luz tenue del entorno. Poco a poco movió despacio la mano hasta ponerla frente a él. No era difícil adivinar su intención. Sí, era tarde. Era tarde para comerse el bloc. Thanos, Doom, Zemo, Stucker... ¿Dónde estaban? ¿Por qué no atacaban? ¿Es que no había nada que les interesase en ese momento? Una buena explosión. Una hermosa bola de fuero y podría tirar el bloc a... - ¿Puedo? Me encantaría ver lo que hace…

Mierda...

¿Hemos establecido ya alguna vez que Steve Rogers piensa muchas palabras que no dice?

-Vamos, fue usted el que dijo que debía ser bonito que le reconozcan por crear…

¿Cuántos segundos son sorpresa? ¿Cuántos estupidez? ¿Cuántos descortesía?

- ¿Esto?- fingió sorpresa, mientras echaba la vista al bloc-Bueno... son... Son garabatos. Para no perder el hábito ¿Sabe? Algunos son bastante antiguos ya... Pero tampoco es que tenga mucho tiempo para dedicarles. Yo...- era mejor callarse. No iba a hacerla cambiar de opinión. Dilatar más la entrega sería muestra de que tenía algo que ocultar. O se podría interpretar como falta de confianza. Así que le tendió la libreta. Le dedicó una sonrisa cuando la cogió y, luego, siguió caminando, centrándose en la piezas que ella estaba restaurando. Con los brazos cruzados tras la espalda en la pose menos natural que recordaba haber adoptado. Y había sido militar. Cerrando los ojos durante el trayecto. Como un niño que espera a que le pinchen una vacuna.

- Esto...- se aclaró la garganta- Ejem... Tiene que ser difícil restaurar estas piezas. Es un trabajo admirable. Supongo que requiere mucha precisión y mucha atención al detalle. Y no sólo es eso... Datarlas, catalogarlas... Quiero decir. Ya no sólo es la fecha... Ahora, pueden provenir de al menos dos universos distintos. Como mínimo, el suyo y el mío- siguió hablando, mirando de reojo a Diana, tratando de que su cháchara intrascendente... ¿Qué pensaba? ¿Que por cotorrear sin descanso iba a distraerla de los dibujos? Era posible. Al menos eso deseaba en el fondo de su corazón.

No era sólo falta de confianza por la calidad de su trabajo. Eso siempre estaba, pero se podía soportar. Tampoco le incomodaba lo que de él pudiese descubrir con los demas dibujos. No había nada de lo que avergonzarse. Eran compañero, amigos, gente que le importaba... Pero ¿Cuando llegase a su propio retrato? ¿La halagaría? ¿Se ofendería? ¿Le parecería raro? Al fin  al cabo, tampoco se conocían tanto...

¿No?