возвращение домой - Homecoming (Winter Soldier)

Disclaimer:

Rusia, 13 de enero de 1992.
Instalaciones abandonadas de la KGB.

Nieve o ceniza.

Los ojos no pueden decirte la diferencia. Para distinguirlas, tienes que tocarlas.

Cuando es suave, y silenciosa, y seca, y te muerde la garganta, entonces es ceniza.

La recuerdo, llenándome los pulmones cuando sólo era un bebé. La escupía un edificio en llamas en Stalingrado.

Me sacaron por la ventana antes de que todo se derrumbara. Yo sobreviví; el resto lo devoró el fuego.

El fuego nunca se sacia.

Pero no te engañes: la nieve no es mucho mejor.

En Rusia, aprendemos a temer la nieve. A mirar el cielo para anticipar su llegada. A llevar cadenas en el maletero, raquetas en los zapatos, sal en los bolsillos. Hay que estar siempre preparado; en cuestión de horas, la tormenta lo sepulta todo. Te prepara una tumba fría y profunda. Dicen que es una muerte dulce, como si te quedaras dormido.

Mi gente tiene seis palabras distintas para decir "nevada". мóкрый снег, “nieve mojada”, mezclada con lluvia. снегопáд, la nieve que cae en copos, como en una de esas bolas de cristal. метéль, вьюга, пургá; los nombres de las ventiscas… бурáн, cuando el temporal es tan fuerte que es mejor quedarse en casa.  

En Rusia, tememos la llegada del invierno. El hielo. Los lobos.

Si cierro los ojos, veo la inmensa llanura nívea. El horizonte que nunca se aproxima. Los soldados que caminan a mi lado. La mano callosa de Nikolai. Recuerdo sentirme lenta, pesada.

Sangre roja, nieve blanca.  

Al menos, la nieve te recuerda. Cruje a tu paso. Recoge tus huellas. Con la ceniza, un golpe de viento basta para borrarte. Como si nunca hubieras estado allí.

Todavía me pregunto cómo será el Infierno. Ardiente o frío. Nieve o ceniza.

Supongo que me vale cualquiera.

Hoy ha cambiado el viento. El sol apenas calienta. Hay nubes en el cielo.

Se acerca el invierno.



Camino por el largo pasillo del búnker, linterna en mano. La instalación eléctrica no funciona, lo que es, a la vez, una buena y una mala señal. Por un lado, es improbable que quede ningún agente de la KGB aquí, esperando el momento adecuado para saltar sobre mí.

Por otro lado, es improbable que quede ningún agente de la KGB aquí. A secas.

Y eso significa mucho, porque es justamente lo que he venido a buscar.


-Quiero ir a echar un vistazo -digo, en mi memoria reciente, a un Nick Furia vuelto hacia la ventana de su despacho.

-Negativo, Romanoff. Mis hombres ya han revisado hasta el último palmo de ese estercolero. Está más limpio que mi cuenta corriente tras el divorcio. Es una ruina.

-Me gusta la arqueología. -replico, y entonces esgrimo un argumento contra el que no tiene nada que objetar- Conozco las costumbres de la KGB, Nick. Puedo encontrar cosas que sus hombres no.

- ¿Y qué espera encontrar? ¿El puñetero cadáver de Jimmy Hoffa? ¿Los gayumbos de Rasputín? -bufa él.

-Armas, documentación, proyectos. Salas secretas. Rastros en los sistemas. -enumero- Cuando lo haya comprobado todo, podrán cerrar el informe y poner que no hay nada que encontrar.

Hay una pausa, durante la cual Furia se vuelve para fulminarme con la mirada.  

-¿Sabe, Romanoff? La gente suele volver a casa por Navidad, no a buscar reliquias de la Guerra Fría... Pero ¿Qué digo? Para usted un silo debe ser el puto taller de Santa Claus -replica, con la voz cortante- Cada vez que usted vuelve a Rusia, a mí me vuelve la jodida úlcera.

-¿No dijo que eso pasaba cada vez que yo salía del Helicarrier? -señalo- A lo mejor ya va siendo hora de pedir un par de partidas presupuestarias extra. Una para sus gastos médicos, y la otra que sugirió Hill. La de reparaciones. ¿Cómo la iba a llamar?

Puedo oír la sonrisa en su voz cuando me responde, muy a su pesar.

-Natflix.

Hay otra pausa. Siento aflojarse la tensión en sus hombros cuando se vuelve de nuevo hacia la ventana.

-Está bien -dice, finalmente- Tiene autorización para registrar las instalaciones. Al fin y al cabo, tampoco tenía pensado dormir esta semana.


Conecto el generador que he traído conmigo para dar electricidad a la puerta. Con un tenso zumbido, el viejo panel se activa. Miro fijamente el teclado numérico. Necesito una combinación de cuatro números.

¿Puedo confiar en la limitada imaginación de la KGB? Mis dedos se deslizan sobre las teclas. 1878, nacimiento de Stalin. Incorrecto. 1954, la fundación del Komitet. Incorrecto. Entonces… ¿la Komintern? 1919. No. 1917, entonces. La Revolución de Octubre. Un clásico.

- Bingo -susurro, para mí misma, cuando el panel acepta los números y una nueva instancia aparece en la pantalla. Solicita un código de autorización personal.

La primera parte es fácil: O17 para los oficiales, K54 para los soldados rasos. No parece una sala cualquiera, así que elijo la primera opción. Tres de seis dígitos. Hay mil combinaciones posibles para los tres restantes; setecientas veinte si no admito repeticiones. Confío en que más de un oficial tuviera acceso a la habitación pero, incluso con varias respuestas correctas, esto llevará un buen rato. Suspirando, me pongo a ello.  

He venido aquí siguiendo una corazonada. Siguiendo un rastro. Unas huellas de sangre que se alejan de los cuerpos sin vida de Howard y Maria Stark. Cerca de ellos, alguien marcó el pavimento con una estrella de cinco puntas.

Conozco esa marca. Sé qué representa.

¿O estoy equivocada?

Ha habido un largo silencio desde la última vez que vi ese símbolo. Lo más probable es que el agente original ya no esté. Que hayan reasignado la marca. Es lo lógico. Ha pasado mucho tiempo.

Aún así...

La puerta se desbloquea y cruzo el umbral.

Mi corazón se salta un latido al ver los receptáculos de cristal y metal alineados contra las paredes. Mi generador provee a la sala de una luz zumbante y temblorosa: suficiente para ver que los tanques están vacíos. Con el pulso marcando un tic-tac en mis oídos, registro el resto de la habitación. No hay pistas. Ningún nombre, ningún documento que indique quién, o quiénes, han estado allí. Ni cuánto tiempo hace de eso.

Otro callejón sin salida.

De nuevo, me vuelvo hacia los tanques, pero mis ojos van más allá de la imagen que tengo ante mí. Se anclan en un recuerdo. Treinta años atrás.  


En el presente, el generador zumba con fuerza, y la luz empieza a fallar.

No sé en qué momento he apoyado la mano sobre el cristal pero, cuando lo miro, sólo me devuelve mi propio reflejo.

-¿Dónde estás, milii moi? -susurro, frustrada.

Hay pocas respuestas posibles. Nadie ha visto al Soldado de Invierno en décadas. Un par de disparos precisos y un símbolo común no tienen por qué significar que fuera él. Lo más probable es que no siga en activo.

Desaparecido. Probablemente muerto.

Me aparto del tanque y le doy la espalda.

Fin de la misión, Romanova.

Es hora de volver a casa.  



Washington DC, 21 de junio de 2019

Tengo una cita en el centro de Washington.

Él lleva americana y una corbata a rayas sobre su camisa blanca, perfectamente planchada. Yo, una gabardina de verano de color beige sobre mi traje negro. Él peina su cabello rubio pajizo con la raya al lado, para disimular las entradas. Yo llevo la melena recogida y gafas de sol.

Mi hombre se llama Richard L. Dawson. Es el orgulloso propietario de un Maserati Ghibli, de una bonita casa en las afueras, y de una silla en la Administración Luthor. ¿Qué puedo decir? Me gusta rodearme de hombres con dinero.

Me acerco a la cafetería con lentitud deliberada. Todo parece tranquilo, salvo él. Es la tercera vez que lo veo recolocarse las gafas sobre el puente de la nariz. A nuestro alrededor, Washington hierve con el tráfico humano de las horas puntas.

-Hola, Rick -lo saludo, tomando asiento frente a él- Gracias por venir.

-Ya, hola -dice él, intentando disimular la tensión- No puedo quedarme mucho, tengo…

-Una reunión a las nueve. Lo sé. No te entretendré.

Tamborilea con los dedos sobre la mesa. Detecto la sutil marca de la nicotina entre el índice y el corazón. Se muere por encender un cigarro.

-¿Vamos directamente al grano? -me pregunta.

Le dedico una amplia sonrisa.

-Por supuesto -le digo- Háblame de tu jefe...

Como cada día, antes de marcharse al trabajo, Richard L. Dawson se despedía de su señora esposa con un dulce beso en la mejilla bajo el porche de su lujosa vivienda. Era una preciosa casa de dos pisos, afincada a las afueras de Washington DC y que, probablemente, era la envidia de sus vecinos más chismosos.

—No te olvides de la cena de esta noche— le recordó Marilyn, con una sonrisa que podría haber salido en cualquier anuncio de dentífrico. Él sabía que aunque quisiese, no podría olvidarse, puesto que su mujer siempre le recordaba las citas importantes. Sobre todo si se trataba de una velada con sus suegros.

—No te preocupes cariño, seré puntual. Como siempre.— el hombre le dedicó una suave sonrisa, a pesar de que la idea no le entusiasmaba demasiado. Con su impecable traje, y su corbata a rayas, el señor Dawson agarró él pequeño maletín que descansaba en el suelo del porche, y rápidamente buscó refugio en el interior de su inefable Maserati Ghibli. 

Durante el viaje, Richard se deleitó con el silencio y la libertad que le brindaba la conducción. Era uno de los momentos del día que más disfrutaba y necesitaba, para tener sus pensamientos en orden antes de iniciar la jornada laboral. Acariciar el volante de cuero, el rugido felino de los motores susurrándole al oído... y por supuesto, la sensación de poder y control que experimentaba al dominar aquel monstruo de cuatro ruedas. Y ese sentimiento, esa seguridad... era lo que realmente necesitaba si quería enfrentarse a lo que estaba por venir.

Conocía los riesgos, pero la culpa era más poderosa que ningún otro sentimiento. Más implacable que el miedo. Y los secretos... empezaban a carcomerle por dentro, con una lentitud agonizante. Tenía que decirlo. Necesitaba que alguien detuviera aquella locura. 

Llegó pronto a la cafetería, y pidió lo que siempre desayunaba. También se sentó en su mesa de siempre, en la terraza, justo al lado de una maceta cuadrada de flores malva. Nunca se acordaba del nombre de aquellas flores, pero le encantaban. La naturaleza siempre le brindaba algo de paz por las mañanas. Cuando la camarera le trajo su café con leche, su cita de las ocho y media ya había llegado. No esperaba que le enviaran a una agente. Y menos a una tan joven y guapa, por lo poco que podía intuir bajo toda aquella parafernalia. Y cuando ella preguntó, Richard sintió por primera vez que se le aflojaba la voz. Toda aquella seguridad y confianza... habían desaparecido de un plumazo.

— Háblame de tu jefe.

El señor Dawson acarició su corbata rayada. La sintió demasiado apretada al cuello, como una soga invisible que en cualquier momento podría dejarle sin respiración. Sus ojos miraron a través del cristal de sus gafas con cierta inquietud. Bailaron por todos los rostros de los apurados transeúntes que paseaban de izquierda a derecha cerca de la cafetería. Después tragó saliva, y cuando se aseguró de que nadie más les prestaba atención, se llevó el café a los labios con la mano temblorosa.

— Él, es… bueno… — volvió a tragar saliva, y una fría gota de sudor resbaló lentamente por su sien. Con su otra mano recogió el pañuelo de la solapa de su americana, y se pasó la tela por el rostro hasta que finalmente, encontró las palabras adecuadas para responderle a la mujer.— E-está... P-planeando algo muy gordo. Algo que podría s-sacudir los cimientos de nuestra sociedad actual. —sus ojos buscaron los de ella con el terror marcado en el rostro—Parece que está construyendo unas instalaciones secretas donde…

Un sonido metálico partió la frase en dos. De la sudorosa sien del señor Dawson resbalaba ahora también su sangre. Un pequeño boquete de bala había agujereado su piel con precisión, matándolo al instante. El café se había derramado por la mesa sin reserva, y el cuerpo sin vida del ahora ex-administrador de Lex Luthor descansaba inerte en una silla de la cafetería más popular del centro de Washington. 

Los gritos llenaron de pronto las calles, y el resto de comensales abandonaron a toda prisa el local sin mirar atrás.



— Misión cumplida.

Las sirenas de policía sonaban cada vez más cerca del lugar del crimen. Y no muy lejos de allí, en el tejado de un edificio próximo a la cafetería donde habían silenciando al señor Dawson, se apoyaba un hombre alto y robusto en el saliente de yeso blanco. Las sombras de un rascacielos cercano le habían propiciado una buena cobertura, y su silueta parecería una sombra más a los ojos de los transeúntes. 

—¿Qué hago con la mujer?— preguntó con voz grave e inexpresiva. Con su mano derecha, la sombra parecía sostener un pequeño comunicador.

— No importa. El trabajo está hecho. Es hora de que vuelvas. — respondió un hombre al otro lado del teléfono, con cierta severidad.

Nadie más fue testigo de aquella pequeña mueca de desagrado antes de cortar la comunicación. Al parecer, no le gustaba eso de dejar cabos sueltos. De hecho, ni siquiera había estado a favor de actuar a plena luz del día, en una avenida tan concurrida como aquella. Pero las órdenes eran órdenes al fin y al cabo. Ahora tenía que asegurarse de desaparecer sin dejar rastro, como si nunca hubiera estado allí...

El hombre de negro empezó a desmontar el rifle de francotirador lo más rápido posible, y lo colocó con sumo cuidado dentro de un maletín de violín. Se ajustó la gorra de béisbol con una visera que ocultaba su rostro, y se subió la cremallera de la chaqueta de cuero para terminar de cerrarla sobre su pecho. Bajo aquel disfraz de civil, se escondía su característico uniforme de asalto que le había proporcionado la K.G.B. en sus mejores tiempos. 

Tras hacer algo de parkour por los tejados de los edificios de Washington DC, finalmente encontró unas convincentes escaleras de emergencia por las que descender a la calle. Pero antes de que pudiera abandonar tranquilamente el edificio, su cuerpo se detuvo en seco, percatándose de algo que hasta ahora no había notado. De pronto, el francotirador sacó del interior de su chaqueta una pistola, y rápidamente apuntó con ella al desconocido que se encontraba en su misma azotea...

El soldado esperaba ser más rápido que su atacante, pero no fue así. Frunció el ceño durante un instante, sorprendido de perder la pistola con aquella patada tan precisa. Pero no se dejó llevar mucho tiempo por la sorpresa, ya que debía reaccionar rápidamente al barrido, que le obligó a saltar en dirección opuesta a la escalera de incendios. Ese movimiento tan bien calculado le forzó a colocarse a la defensiva, esperando otro nuevo ataque de su oponente. Pero nunca llegó. Su intención desde el principio había sido bloquearle la salida. Chica lista.

Y es que en tan solo dos movimientos, el soldado dedujo fácilmente contra quién estaba luchando. Claramente era una profesional, probablemente una agente especial, o una de esas superheroínas que ahora campaban a sus anchas en esta nueva era de héroes y villanos. Pero él era un soldado bien entrenado. Conocía sus límites, pero confiaba en ser más rápido, más fuerte y más letal que la mujer que tenía frente a sus ojos. No en vano se había enfrentado a cientos de enemigos a lo largo de su vida como arma de la K.G.B.

El hombre de negro se desprendió de la carga sobre sus hombros y lanzó el maletín del violín a sus espaldas. Ya lo recogería en cuanto acabara la faena, tan solo necesitaba un mejor equilibrio en sus brazos si quería acabar con su oponente antes de que sus superiores volvieran a ponerse en contacto con él.

El soldado se lanzó a por ella sin más miramientos. No estaba dispuesto a jugar con su presa. Tampoco haría preguntas. Sólo lucharía. Lucharía sin parar hasta vencerla.

Pero a pesar de que estaba luchando con una técnica casi perfecta, la mujer conseguía esquivarle los ganchos con gracilidad, como si en realidad estuvieran ensayando un baile bien orquestado. El hombre apretó los dientes a pesar del inexpresivo rostro que ocultaba bajo la visera. ¿Por qué no le estaba encajando ningún golpe? ¿Por qué no la había derribado todavía? ¿Era capaz de predecir sus movimientos? Maldita sea. Necesitaba ser rápido. Más rápido.

En un intercambio de patadas y puñetazos dignos de dos expertos artistas marciales, el asesino de Luthor aprovechó sus movimientos para sacar uno de los cuchillos de acero que estaban amarrados en los cinturones de su torso. La chaqueta de cuero empezó a estorbarle, pero esta vez decidió coger el arma con la mano adecuada. Así se aseguraría de que ningún contraataque de aquella mujer volviera a desestabilizarle de nuevo. Tendría que hacer algo más concreto si quería sacar el cuchillo de entre un puño de puro titanio.

En medio segundo, el soldado volvía a estar encima de ella, dispuesto a apuñalarla en el estómago en cuanto tuviera la oportunidad. La pelea había durado demasiado, y estaba llegando tarde a su punto de recogida. No podía fallar. No podía permitirse dejar cabos sueltos… debía completar su misión sin más complicaciones.

El soldado intentó apuñalar brutalmente a su objetivo… pero la hoja sólo partió el aire en dos.

El desconocido abrió los ojos de par en par al percatarse de que la mujer había reaccionado de una forma totalmente inesperada. Lo lógico hubiese sido alejarse de su contrincante para esquivar el cuchillo, pero en vez de eso, la rusa se había zafado de su ataque con la gracilidad de un felino y se había acercado a él, acortando la distancia hasta el punto en que sus cuerpos chocaron.

La pelirroja usó las dos manos para darle un golpe fuerte a los puntos vitales del brazo donde él tenía sujeto el cuchillo militar, y después, se escuchó un leve crujido proveniente de sus muñecas seguido del canto del metal. El hombre bajo la visera sonrío. Había cometido un error al pensar que bajo la chaqueta se escondía un brazo de carne y hueso…

Ahora estaba herida y la tenía bajo su merced. Tenía que aprovechar su dolor. Pero cuando el americano quiso agarrarla del cuello para poder después apuñalarla en el pecho… Ella volvió a moverse con una flexibilidad inhumana y le hizo un barrido que le obligó a saltar en la dirección opuesta a su contrincante.

—James

La mujer susurró el nombre de un fantasma. Pero aquel nombre pasó casi desapercibido para el soldado. Él estaba tan concentrado en la pelea que su expresión facial apenas se perturbó ante aquel pobre intento de diálogo.

Su cabeza estaba ocupada analizando la increíble velocidad y agilidad de la mujer. Esas técnicas de combate y sus movimientos le resultaban extrañamente familiares… ¿Acaso era otra espía al servicio de la K.G.B.? Es más… con ese nivel de artes marciales hasta podría ser una Viuda Negra…

Que interesante. No recordaba haberse enfrentado antes a alguien capaz de igualarle en condiciones, y eso empezaba a entusiasmarle. Quizás disfrutara un poco más del combate antes de acabar con ella…

Un puñetazo detrás de otro y luego una patada que la pelirroja detuvo con las muñecas doloridas. La del torso fue la que empujó a la mujer a chocar contra la puerta de la azotea. Ya la tenía acorralada. Ahora sólo tenía que rematarla.

El cuchillo se clavó en la chapa metálica de la puerta, a cinco centímetros del rostro de Natasha, que había tenido la suerte de desviar la trayectoria del arma blanca segundos antes de que la alcanzara.

El hombre gruñó, y empujó con más fuerza el cuchillo en dirección a aquella cara angelical. El rastro del arma dejó una fina línea grabada en la pared mientras el soldado presionaba su cuerpo contra el de su presa para evitar que escapara.

Sus rostros estaban muy cerca el uno del otro y de pronto.. un olor. Es agradable. Es un perfume que conozco bien. Suave. Cálido. Me recuerda… a un hogar. Mi hogar.

Mi puño se afloja tan solo un segundo. Ella lo aprovecha para zafarse de mi agarre y me golpea con una patada alta. La primera me golpea la mandíbula,, pero la segunda patada roza la visera y manda volando la gorra que ocultaba mi rostro. Un rostro cansado, con una barba dejada por varios días y una coleta baja que recoge un cabello largo y castaño.

Y por primera vez… mis labios se despegan.

—¿Quién eres?

Un lapso y el fantasma recupera rápidamente la compostura y escupe la sangre que empieza a emanar de sus labios. El brillo de sus ojos castaños se oscurece lentamente hasta devolverle un rostro imperturbable e inexpresivo.

El soldado decide finalmente deshacerse de su chaqueta de cuero. Ya no le proporcionará una ventaja estratégica. Ahora no es más que un estorbo. Le molesta. Necesita toda su potencia y velocidad para terminar el combate. Debe hacerlo pronto, o no llegará a tiempo al punto de recogida.

Cuando arroja la chaqueta al suelo, el brazo izquierdo revela una prótesis metálica que reluce plateada bajo el sol. Pero lo más destacable de aquella avanzada tecnología no es su complejo remache, o sus engranajes... no, es la estrella roja, que brilla imponente a la altura de sus hombros.

El símbolo del Soldado de Invierno.

La gorra cae al suelo a mi lado.

Mi mano se cierra sobre la tela. Mis nudillos se vuelven blancos al aferrarla con fuerza.

Nunca podré olvidar esa cara.

—¿Quién eres? —pregunta él.

Me engaño diciéndome que esperar un golpe hace que duela menos.

Quién soy.

No lo sabe.

No lo recuerda.

Pero yo sí sé quién es.

El Soldado de Invierno original.

Un fantasma.

Un recuerdo.

James.

Las implicaciones me recorren como una descarga eléctrica. Luthor tiene al maldito Soldado de Invierno.

No sé qué es lo que ha activado la pregunta, pero su programación regresa con fuerza. Puedo verlo en su expresión. Vuelve a ser el Зимний солдат, y su prioridad es la maldita misión. La cual ahora incluye matarme.

Retrocedo mientras él se quita la chaqueta, ignorando las punzadas de dolor que mi muñeca trata de enviar al cerebro. Mis ojos están fijos en brazo de titanio.

Maldita sea. No estaba preparada para esto.

Mantengo su atención en mí, intentando que mis movimientos parezcan erráticos. No dirijo mis ojos a la pistola del suelo ni una sola vez. Si adivina lo que quiero hacer, no saldré con vida de la azotea.

Intento acompasar el ritmo de mi pulso y mi respiración. Todos mis instintos me suplican que no lo ataque frontalmente.

Echo a correr a toda velocidad hacia la salida de emergencia, como si pretendiera huir. Y él se mueve para bloquearme el paso.

Sonrío. Una mueca tirante sin nada de humor.

Cambio de dirección en el último momento, aprovechando la pared para darme impulso hacia él y ganar altura al mismo tiempo.

Aterrizo sobre sus hombros y aprieto los muslos alrededor de su cuello.

—Al menos podrías hacer ver que te acuerdas de mi nombre —digo, haciendo pasar las palabras a través de mis dientes.

La maniobra logra mantener su brazo de titanio a raya. Es demasiado pesado como para alzarlo y lograr el ángulo que necesita para librarse de mí. Resisto los manotazos de la mano derecha y sigo ejerciendo presión. Mantengo la pistola situada en el ojo de mi mente. Está justo a su espalda, y a no menos de dos metros. Cuando se libre de mí, que lo hará...

Al comprender que no puede alcanzarme, el Soldado utiliza todo su peso para arremeter contra la puerta. Una vez, dos. Sé que no resistiré el tercer embate, y me suelto justo antes, rodando por el suelo.

Mi mano libre se cierra alrededor de la culata de la pistola. La otra aún sostiene la gorra que le he quitado.

Me enderezo.

Apunto justo por encima de su rodilla.

Y disparo.

La figura imponente del infalible soldado se acercó peligrosamente a su presa. De nuevo, ella echó a correr. Parecía haberse dado cuenta de las pocas posibilidades que tenía de ganar el combate, ya que se dirigió corriendo a la primera vía de escape que tenía a su alcance: la salida de emergencia.

El asesino esprintó para intentar llegar a la puerta a tiempo antes de que ella consiguiera huir, pero la Viuda viró en el último instante y consiguió despistar al hombre al lanzarse en el aire contra él.

El soldado de invierno dejo escapar un gruñido cuando sintió la presión de los muslos de la espía tratando de asfixiarlo, y comenzó a balancear su tronco de un lado para el otro intentando quitarse a la mujer de encima. La golpeó duramente con el brazo de carne y hueso, ya que no podía maniobrar bien con el otro en aquella postura, y al ver que la pelirroja seguía aferrada a su cuello, decidió embestir contra el muro de la salida de emergencia dos veces. A la tercera, la mujer realizó una acrobacia hasta posicionarse detrás de su enemigo, que estaba demasiado ocupado tratando de recuperar el aliento.

Cuando la Viuda apretó el gatillo, la pistola soviética detectó que las huellas dactilares no pertenecían a su legítimo dueño y se activó de pronto el programa de autodestrucción, provocando una leve explosión que dejó a la rusa ensordecida y con quemaduras en la mano y el antebrazo. El soldado aprovechó el momento de confusión para arremeter nuevamente contra ella y le golpeó duramente en el estómago con el brazo de titanio.

Crack.

La mujer salió despedida hasta la otra punta de la azotea debido a la inercia, donde aterrizó a duras penas en el bordillo del edificio. La Viuda Negra ya no tenía lugar a dónde huir.

Los pasos del Солдат apenas resonaban sobre el pavimento. Con calma, el asesino se acercó a dónde descansaba el cuerpo de la pelirroja, desenfundando un nuevo cuchillo de su chaleco con la intención de pasarlo por la garganta de su enemiga y ponerle fin al combate de una vez por todas.

La mujer se despide en ruso mientras se acerca peligrosamente al borde de la azotea. El soldado esprinta cuando se percata de la consecuencia de aquel acto tan arriesgado, pero no llega a tiempo. El cuerpo de la mujer se desliza hasta caer varios metros. Es un suicidio.

Pero antes de que su cuerpo colisione contra el asfalto en un cuadro pintoresco y sangriento, la Viuda Negra activa un paracaídas en un compartimento secreto alojado en su espalda. El Soldado de Invierno no puede evitar esbozar una ligera sonrisa. No parece decepcionado. Al parecer, la espía iba muy bien equipada…

Bip.Bip.Bip.

El comunicador interrumpe los pocos pensamientos propios del солдат. Llega tarde al punto de encuentro y los agentes de Luthor están empezando a impacientarse. No puede perder más tiempo. La misión ha sido un éxito, la pelirroja es algo secundario y puede zanjar el asunto otro día.

El asesino se coloca de nuevo la chupa de cuero que cubre por completo la marca de la estrella roja gravada a fuego en su brazo de metal. Después, recoge el maletín con el Sniper y es cuando se da cuenta de que la gorra ha desaparecido. ¿Se habrá caído por la azotea? Eso tampoco importa, pronto estará en casa y nadie habrá visto nada… como siempre. El Soldado de Invierno no es más que una leyenda, un mero fantasma... No existe.


— ¿Y tu arma солдат?— preguntó Nikolay Vladímirovich ajustándose las gafas al rostro con el dedo índice mientras revisaba las heridas leves del rostro y el cuello de su juguete.

— Me encontré cierta oposición. Había una mujer con Dawson. Parecía una agente de la ley. Me siguió por la azotea, pero no supuso un problema. Me encargué de ella.

—¿Está… muerta?



— Sí.

Mintió. Mintió por primera vez desde que llegó a Nueva York. Algo fuera de su programación le decía que era mejor no hablar de su encuentro con la Viuda Negra. Ella le había llamado por un nombre… un nombre que le era familiar, conocido. Su olor, sus gestos, su voz… toda ella le había causado una extraña sensación que le recordaba… a un lugar acogedor. 

Un hogar al que volver.