Cédric Valjean Marvel Universe
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Mensajes : 526 Fecha de inscripción : 19/02/2015 Localización : En Gotham, de momento. Empleo /Ocio : Agente de SHIELD, y del ocio ya se ocupa el otro. Humor : Depende de con cual te topes.
Ficha de Personaje Alias: Sparrow o Cerbero. Nombre real: Gabriel Leblanc o Cédric Valjean. Universo: Marvel
| Tema: The hangman song. (Autoconclusivo.) 27/1/2019 23rd Marzo 2016, 16:38 | |
| Nueva York. 23:51 de la noche. 31 de enero de 2019.
Llevaba tan sólo un par de días despierto, vivo. Y los había aprovechado como si los hubiera estado planeando con años de antelación. No le costó mucho convencer a las personas adecuadas de que necesitaba vacaciones: Las heridas varias que había sufrido la otra noche hablaban muchísimo mejor que cualquier excusa pobre que otros pudieran poner. Los cazadores le habían hecho un favor: Los cortes resultaban muy llamativos, aunque no demasiado graves. Se curarían con relativa facilidad, a la vez que parecían lo bastante importantes como para que le dejaran a su aire una buena temporada. Ahora estaba tomándose un café tan negro como el petróleo, delante del ordenador de su casa.
De la casa de Gabriel, más bien. No se sentía cómodo en aquel piso: Demasiado impersonal, sin nada que identificara a quien vivía en él. Por que allí en realidad no había vivido nadie, sólo una máquina con piel de hombre. Había atardecido hacía rato, y la pantalla era uno de los pocos puntos de luz que había en la habitación, junto a la lámpara de mesa. El francés bebió un sorbo, sin dejar de leer lo que había encontrado. Los científicos que participaron en su día en el programa Redemption permanecían relativamente juntos, trabajando casi todos en la misma empresa de Gotham. El proyecto original tenía, en teoría, el objetivo de "redimir" a criminales peligrosos. No era mala idea, no. El problema llegó cuando la cosa pasó a la fase práctica.
A partir de ese punto, prácticamente toda la información parecía copiada del mismo sitio. Un escueto "problemas con los sujetos" y "falta de financiación" tapaba todo lo que había sucedido a 5 metros bajo tierra, en alguna parte de ese país. No se daba localización, ni ningún otro dato. Tan sólo unos nombres, los de los responsables. Sólo uno había acabado en la cárcel, y no por aquello. Eso era algo que el francés pensaba remediar rápidamente. Había ahora nueve nombres escritos en la pantalla, que Cédric copió en un papel blanco con letras negras, impolutas.
Algunos los recordaba. Ellos siempre llevaban una placa con su inicial y su apellido en el bolsillo izquierdo de la bata, a la altura del corazón que no tenían. O quizás sí. El doctor Elliot, con sus gafas cuadradas y su pelo canoso, siempre serio como buen psicólogo. Aquella enfermera tan guapa, que tendría su edad, y que temía a todos los "sujetos"... ¿Cómo se llamaba? ¿Angie? ¿Amy? Podía ser... Era la menos odiada, y no sólo por su cuerpo. Era la encargada de poner la inyección letal cuando llegaba el momento. Un auténtico ángel, el único en el que podían confiar, y al único al que rezaban cada noche para que les llevara al cielo o al infierno. Donde fuera, menos allí. Peores eran otros. El doctor Ward, genetista y cirujano, amputador y taxidermista en los ratos libres. Un artista de la carne y el hueso, de la sangre y las vísceras. O eso opinaba él. Ellos solo pedían que algún día se cortara en dos con alguno de sus juguetes. Pero el líder indiscutible de aquel agujero siempre había sido el mismo desde que llegó, una semana después de empezar la fase clínica del proyecto. El profesor Edward Rhodes era el último nombre de la lista. No había necesitado buscar su nombre en ningún sitio.
El programa incluía dotar a los sujetos de pruebas de mejoras para convertirlos en seres sobrehumanos, y reprogramarlos psicológicamente para su uso. Por eso, los primeros días Rhodes no había sido necesario: El neurocirujano sólo podría trabajar bien con objetos de estudio relativamente "preparados" ya para ello. Eso fue lo que salvó a Cédric, al menos al principio. Había conseguido mantener alejados de él a los psicópatas de bata blanca hasta entonces. Simplemente, no tenían huevos de acercarse. Apretaban el paso cuando el veían obligados a transitar delante de donde él estaba, en la celda que compartían todos. Hasta que llegó él. Cogió una silla y una mesa, y se quedó sentado delante de la jaula un día entero, tomando notas.
Al día siguiente, lo sacaron a la fuerza, a pesar de que sus guardianes estaban temblando de miedo. El miedo que él causaba, pero superado por la seguridad que el Profesor les daba. Rhodes... El hombre de barba blanca que Gabriel había recordado hacía mucho tiempo, en Japón... Cédric decidió que sería el último. Con ese pensamiento en la cabeza, apagó el ordenador, dejando abandonado el papel con los nombres en el escritorio. Se puso una cazadora de color oscuro, abrigada y anónima, a juego con la mochila que se echó a la espalda. El peso de la pistola escondida en el bolsillo interior era tan familiar para él como para otro hubiera sido el llevar puesto un reloj de pulsera. La idea no era utilizarlo aquella noche, pero nunca se sabía. En el interior de la chaqueta, un papel con nueve nombres escritos hizo compañía al arma que quizás los matara. La puerta hizo un ruido seco al cerrarse detrás de él. El primero de ellos, George Brown, no vivía lejos de allí, a diferencia del resto, que habían sido contratados en bloque en una empresa en Gotham. Eso facilitaría su trabajo.
Media hora después, aparcaba la moto de Leblanc en una esquina de una calle amplia y bastante concurrida. Dejó el casco, y se acercó a la puerta tranquilamente. Al día siguiente, ese trozo de calle estaría cerrado con cinta de la policía. Fue noche muy intensa, como las que Cédric no vivía desde hacía demasiado tiempo. Brown se resistió con entereza primero, con desesperación después. Tan pronto como entró en el dormitorio, su rápida mente de científico identificó al hombre que había sentado en la cama, a un palmo de su mujer dormida. Sonriéndole, quemándole con aquellos ojos que lo hacían parecer un demonio. O un loco. El rubio apartó con delicadeza casi excesiva un mechón de pelo de la cara de la señora Brown, ante la mirada petrificada del médico que jamás se había preocupado por la salud de sus "pacientes". Sólo reaccionó cuando Cédric se incorporó y caminó hacia él con un dedo en los labios. No grites, doctor. No queremos molestar, ¿verdad? La charla en el salón fue entretenida.
Amenazas. Declaraciones de inocencia. Excusas. Algún atisbo de razonamiento, quizás. Tartamudeos nerviosos. Súplicas. Y finalmente, silencio.
Nueva York. 12:03 de la mañana. 1 de febrero de 2019.
Cédric recibió al nuevo día con un despertar agridulce. Solitario y en su propia cama, pero alegrado por la satisfacción de haber resarcido un poco su ira. Los periódicos hacían eco del último suceso ocurrido en ese Nueva York que enloquecía cada día un poco más. Los ánimos aún no se habían calmado desde la noche en la que las bandas se habían reunido, provocando un incendio, una explosión, o Dios sabe qué. Apenas un par de días después, un hombre aparecía ahorcado, colgado en su balcón. La gente miraba, señalaba horrorizada. Goteó un poco de sangre sobre la acera, dos pisos más abajo. La señora Brown lloraba, difícilmente volvería a dormir tan tranquila como la noche anterior. No había nota de suicidio en el cadáver, tan sólo un pequeño papel blanco. En letras negras, impolutas, tres palabras: "Es culpa mía."
El telépata tachó con una raya el primer nombre de su lista, con un deje de satisfacción. Se vistió despacio por que tenía prisa, y se encendió su cigarro reglamentario de camino a la calle tras acabar de hacer las maletas. Quizás esa fuera la única regla que seguía. Al otro lado de la ciudad, el teniente Thompson iba por su décimo cigarro del día. Los forenses no encontraban nada en aquel hombre. No había habido lucha, ni él había intentado soltarse de la soga. Pero estaba claro que era un asesinato. Habían encontrado en la puerta de la casa otra nota blanca, exactamente igual a la del cuerpo. En ella lo ponía. "Esto es un asesinato." ¿Quién demonios cometía un crimen tan limpio, y luego se delataba así? ¿Se sentiría culpable? Entonces, ¿por qué no se había entregado? ¿Qué relación tenía con la víctima? Ese hombre llevaba una vida tranquila y feliz, sin enemigos conocidos. ¿Por qué matarlo? ¿Estaría metido en algo turbio? Conocía a la pareja, y nunca hubiera creído que tendrían problemas. ¿Qué se le escapaba?
Realmente, se le escapaba todo. No había culpabilidad, no pensaba entregarse. Cédric solo quería jugar. Conocía cómo funcionaba la policía: Si podían librarse de un caso rápidamente, lo harían. Y el quería jugar, que todos lo vieran. Y para eso, tenía que llamar su atención. Subió a su moto, y rehizo el camino que ya había recorrido otras veces hacia Gotham. El resto de sus petits amis le esperaban en la ciudad del murciélago, todos juntitos como una familia feliz. Tendría que hacerles una visita.
Apenas tardó un par de horas. Nada más llegar, se dirigió a un hotel en el centro de la ciudad, para estar relativamente cerca de todos los sitios a los que pensaba ir. La habitación le gustaba un poco más que el piso de la máquina: Tenía una cama amplia, pesadas cortinas que no dejaban pasar la polvorienta luz exterior y una alfombra cálida y tupida. No era una suite de lujo, pero... Tiempo al tiempo. Extendió el plano de la ciudad sobre la mesa. Había varios puntos marcados a rotulador: Un círculo rojo sobre cada casa, acompañado de un nombre. Y algo más apartado, un círculo negro, más grande y grueso. Uno de los laboratorios de Wayne Enterpises, en el cual el profesor Rhodes y sus colegas trabajaban a saber en qué. A Cédric poco le importaba. Él sólo se fue a comer al restaurante del hotel, se moría de hambre. Y tenía tiempo, mucho tiempo.
Gotham, 20: 39 de la noche. 1 de febrero de 2019.
La mitad de las habitaciones de aquel hotel sin nombre estaban vacías, y pocas de las ocupadas tenían luz. En una de ellas, un hombre rubio se peinaba con mimo frente al espejo, junto a la nota que ya había escrito en otro papel blanco. El pelo, cuidadosamente revuelto, le caía sobre la frente, enmarcando los ojos de color escarlata, sin lentillas que los disimularan. Llevaba puesta ropa informal, comprada aquel día. Gabriel no sabía vestirse, desde luego. Unas últimas gotas de perfume, y el francés se dio por satisfecho. Angie había sido fácil de rastrear. Esa noche, iba a ir de fiesta con unas amigas a la Underground, una discoteca de la ciudad. O eso es lo que decía su Facebook. Francamente, lo prefería así: Ir a ver a cada uno a su casa sería muy aburrido. Con un poco de suerte, pasaría una noche divertida. No fue difícil pasar junto al gorila de la entrada, a diferencia del grupo de críos que pretendía entrar delante de él. El vigilante, al menos tan grande y con tal mala leche como el loco de Cloe, los miraba como si fueran cucarachas en su cocina.
La Underground no se llamaba así sin motivo. Un tramo de escaleras más abajo, Cédric entró en el sótano que conformaba la discoteca. La música estaba a un volumen ensordecedor, hacía vibrar el suelo y las paredes. Surgía de unos altavoces grandes como armarios, situados en los bordes. A mano izquierda, la barra, bien visible bajo las cambiantes luces de neón que hacían aparecer y desaparecer a los bailarines en la pista central. Oh, cómo echaba de menos aquello. Se hizo con una copa de ginebra tan rápido como pudo. Y solo entonces, se puso a buscar. Después de un rato, encontró a la enfermera que había acabado con varios de sus amigos por su propio bien: Angie llamaba la atención allí a donde iba. Una chica impresionante, con el pelo de color castaño claro y los ojos azules verdosos, a juego con el vestido. Bailaba con otra chica algo más baja, y una tercera se les unía en ese momento. De pronto, la enfermera se giró hacia donde estaba el mutante, guiada por un impulso de origen desconocido. No fue difícil tocar los botones adecuados, aunque ella estaba aterrorizada desde el momento en que le vio. Por suerte, él fue más rápido. Antes de que la chica pudiera salir corriendo en dirección contraria, Cédric la miró fijamente, con una sonrisa, y ella sintió una oleada de paz repentina que poco tenía que ver con la situación. Y curiosidad. Una curiosidad que la empujó a musitar una excusa para irse a mitad, dejando un par de chicas extrañadas y algo confundidas detrás de sí. Fue la última vez que alguien la vio con vida. Se reunieron ya fuera del local, lejos de cualquier testigo que pudiera restar misterio a la situación. Hablaron, paseando hacia su casa. Cédric sabía que esa curiosidad no la mantendría a su lado mucho tiempo. El algún momento, el sentido común se impondría, y él no quería eso. No... No hacía falta que se pusiera a gritar en medio de aquella calle vacía de peatones, donde nadie se pararía a ver qué ocurría. Así que transformó esa curiosidad en lujuria. La pasión era una de las cosas más complicadas que podían pasar por la mente de alguien, y también una de las más difíciles de provocar artificialmente. Por suerte, él tenía práctica. Angie comenzó a apretar el paso, para la satisfacción de su acompañante. El corazón le latía tan rápido que sus latidos parecían retumbar en sus sienes. A duras penas podía notar el frío de aquella noche de enero por que, simplemente, tenía cosas más importantes en las que pensar. Para cuando llegaron al piso, la dulce Angie ya había perdido los estribos. Le empujó contra la pared, acuciada por ese instinto que ahora hablaba más alto que la lógica. A pesar de que era más fuerte, Cédric no se resistió. En lugar de eso, continuó el juego, mordiéndole el labio. Provocándola. Que lástima que no pudiera ver su cara a la mañana siguiente, pensó mientras le quitaba el vestido.
Gotham, 9:30 de la mañana. 2 de febrero de 2019.
El despertador sonaba demasiado fuerte para el gusto de Angie, siempre lo había pensado. Pero esa mañana, se alegró de oírlo. Volvió al mundo de los despiertos poco a poco, como si intentara soltarse de una intrincada tela de araña, en la que se mezclaban recuerdos, pesadillas y realidad. Cédric... ¿Por qué soñaba con él ahora? Hacía mucho tiempo que no tenía pesadillas con ninguno de los sujetos... Le había costado mucho superar aquello. Meses después de la cancelación del proyecto, aún oía los gritos de la criminales con los que los doctores experimentaban. Habían acabado por desaparecer con el tiempo, pero hasta entonces... No había podido pegar ojo dos horas seguidas. Abrió los ojos, los párpados parecían pesar un quintal. Tumbada de lado como estaba, lo primero que vio fue el suelo de su habitación. Sobre el marrón de las tablas de madera, había algo azul, arrugado... Le costó un poco darse cuenta de que aquello era el vestido que había llevado la noche anterior. De pronto, recordó todo lo que había ocurrido. Estaba vivo... Y no sólo eso. Creyó morirse de vergüenza y culpa. Se llevó una mano a la boca, conteniendo un sollozo, y se giró, sin saber qué decirle. Pero no había nadie más que ella en la cama. Se levantó precipitadamente, dejando caer la sábana al suelo, y cogió su albornoz blanco en un arranque de pudor. Quizás se hubiera despertado antes que ella, pensó. Buscó por toda la casa, entre preocupada y asustada. ¿Se habría ido? Caminó por todas las habitaciones, frenética, sin encontrar ni una señal de vida. Finalmente, entró en la cocina, sin esperanzas ya. Pero había algo. Encima de la mesa central, había una taza de café, humeante. Apoyada en la misma, se encontraba un trozo rectangular de papel blanco. En él, había una frase escrita con letras negras, impolutas: "Buenos días." Angie parpadeó, mirando alrededor. Se había ido... Hizo a un lado la nota, y cogió la taza. Ella había estado callando mientras otros lo torturaban, y al cabo de años, él... ¿La habría perdonado? Un sentimiento cálido que poco tenía que ver con el placer la recorrió. Paz. Había esperado mucho ese momento. Ese... Sentirse perdonada. Con ese pensamiento en mente, se acercó el café a los labios. Estaba caliente y dulce, delicioso. No llevaba ni media taza cuando se desplomó.
Gotham, 13:11 de la tarde. 2 de febrero de 2019.
El teniente Thompson bajó del coche con paso seguro. La mugre gothamita parecía pegarse a la suela de sus zapatos. No le extrañaba que su hombre misterioso, el asesino de George, hubiera escogido aquella ciudad para dar su siguiente golpe: Esta vez, una muchacha de veintitantos. ¿Cómo sabía que era el mismo? Fácil. La policía de aquella ciudad había encontrado a una tal Angela Prince, muerta en su cocina. No habían dado apenas detalles, sólo se había comentado que junto a ellos había una nota idéntica a las que había en casa de George. Así que él se había presentado voluntario para colaborar con la GCPD antes de que nadie pudiera impedírselo.
La escena del crimen parecía un cuadro surrealista. La cocina era un sitio tan normal que ni siquiera con el cadáver en el suelo parecía un lugar donde pudiera morir alguien. A pocos pasos de la entrada, Angie descansaba para siempre, en paz. Parte de su albornoz estaba manchado del café que la había ayudado a dormir. Su mano inerte aún sostenía la taza, rota al caer con su dueña al suelo. Su pelo se extendía por el suelo, como imitando la mancha marrón que había dejado la bebida derramada. Y sobre la mesa, la nota. El teniente la cogió haciendo pinza con dos dedos enguantados, mirándola desde todos los ángulos mientras otros hablaban y hacían fotografías. No cabía duda, era el mismo. La misma letra, el mismo modus operandi. No había testigos, sólo las amigas de la víctima. Entre lágrimas, dijeron que se había ido ella sola, sin decir nada convincente para explicar el por qué. ¿Iba con alguien? No. Ellas no habían visto nada más. El policía había visto muchas cosas en su carrera, pero nada se parecía a aquello. Con lo poco que tenían, algunos hablaban ya de asesino en serie... Pero para eso tenía que haber un patrón. Un patrón... Sólo habían encontrado un papel, y la anterior vez habían sido dos. Uno más dirigido a la víctima, y otro que parecía hecho para los agentes que investigaban el caso. Como siguiendo una intuición, se puso a mirar con detenimiento toda la cocina, buscando la pista dejada para él. Los demás se dieron cuenta de qué hacía, y él les pidió que también buscaran con una seguridad que hizo enarcar las cejas a más de uno. Finalmente, uno de los novatos lo encontró en una de las ventanas del salón, prendido en el marco. "Esto, un suicidio. Se lo merecían. " Parecía continuar con la nota anterior. Pero... ¿Qué quería decir? ¿Qué merecían? ¿Morir? En otro lugar, en la habitación anónima de un hotel perdido, Cédric tachaba otro nombre, el segundo de su lista. Angie había tenido un final placentero, no se merecía otra cosa. No como la mayoría de sus compañeros. Esperaba que le fuera bien en el otro lado, mejor que en este. Recordándola como quien recuerda algo hermoso y distante, preparó su siguiente tarea, silbando una canción. Tenía que comprarse una guitarra, pensó. Y un par de amigos, ya que estaba.
Gotham, 19:26 de la tarde. 8 de febrero de 2019.
Thompson no sabía desde hacía cuanto no dormía. Aquel caso iba a volverlo loco, estaba seguro. Después de George y la muchacha, habían aparecido más cuerpos, todos ellos en circunstancias poco menos que extravagantes. Por no decir grotescas. Muchos de ellos parecería que se habían quitado ellos mismos la vida, si no fuera por los malditos papeles. Esos papeles que tenían la respuesta a todo aquello, estaba seguro. Frente a él, una pizarra con las fotos de las ocho víctimas, ordenadas por fecha de muerte. Siempre el mismo patrón. Cada día, su asesino misterioso perpetraba un crimen, que era descubierto a la mañana siguiente. Las víctimas resultaron ser muy reveladoras, precisamente por lo poco que decían. Ninguna parecía haber tenido contacto físico de ningún tipo con su agresor. Sólo quizás la segunda: Antes de morir, había tenido relaciones con un hombre rubio, como decían las pruebas de ADN. Pero el quid de la cuestión residía en que ese hombre rubio no parecía existir. Sus huellas dactilares no coincidían con ninguna base de datos de la policía. Ninguno de los investigadores lo sabía, pero esos datos sí existían, fuera de su alcance. Bien guardados, en las entrañas de SHIELD. Además... Aquello no resultaba tan raro. Después de todo, había mucha gente que había surgido de la nada durante la Colisión. No era tan difícil de creer que hubiera alguien no registrado, aunque aquello poco tranquilizaba a los detectives, que se sentían un poco como Lestrade sin un Sherlock Holmes para sacarles las castañas del fuego. La otra pista que los agentes tenían eran las notas. Conforme las víctimas se acumulaban, resultaban más inquietantes. Aún recordaba la que avisaba: "Cuidado, suelo mojado." Estaba puesta en la puerta de un baño. Efectivamente, el suelo de baldosas estaba resbaladizo alrededor de la bañera en la que el doctor Elliot se había ahogado. O la que preguntaba directamente a quien pasara por la escena del crimen. "¿Quién soy?" Por detrás, había una huella de perro, impresa también con tinta negra. Nada más.
Habían avanzado menos de lo que les habría gustado en un principio. Sólo habían encontrado un nexo de unión entre todas las víctimas. Hacía años, habían estado trabajando juntos en algo llamado Proyecto Redemption. Internet y los archivos guardaban silencio al respecto, por lo demás. Un silencio que brillaba por su ausencia en la prensa sensacionalista, que había encontrado un filón muy conveniente. Todos querían enterarse los primeros de qué había ocurrido ese día. Y eso a Cédric le encantaba.
La fama, aunque no lo parezca, es una droga más. Y al francés le encantaba. Gracias a ella, podría conseguir un grupo de "amigos" con relativa facilidad. Y luego, a divertirse. Pero antes, quería acabar el trabajo. Quería que el último fuera algo realmente especial. Después de todo, estaban hablando del profesor en persona. Por algo había dispensado un trato distinto a cada uno de sus verdugos. De hecho... Quizás se saltara la rutina. No bastaba un sólo día para jugar con ese mamón. De hecho... Quizás se lo quedara de mascota un par de semanas. O lo que aguantara con vida. ¿Por qué no? Podía darse un capricho. En la habitación del hotel, la lista tenía casi todos los nombres tachados. Descansaba sobre la mesa, junto a materiales de lo más variopintos, que hacían dudar al observador de su utilidad. Cédric sabía de sobra que Rhodes sabía que iba a por él. Y el propio doctor también sabía que él lo sabía. "-Esto puede ser muy divertido..." _________________ - Even if you can't see me:
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