Prueba de rol de Barry Allen

Mi nombre es Barry Allen, y soy el hombre más rápido del mundo.

Uhm, bueno. Quizá esa no sea la definición correcta. Soy muy rápido, ¿sabéis? Eso es totalmente cierto e irrevocable: más rápido que nadie. Bueno, quizá Zoom o Reverse quieran venir a llevarme la contraria, pero entendéis por dónde voy, ¿verdad? No, quizá no. Volveré a empezar.

Soy superrápido. Con esto quiero decir que tengo la habilidad de correr a la velocidad de... ¿De qué? La mejor manera de definirlo quizá sea, de hecho, que corro a la velocidad de un flash, porque ya hace tiempo que rompí la barrera del sonido. Dos veces, para ser exactos. Pero ser tan veloz no me hace ser tan rápido como me gustaría. ¿Veis por dónde voy? ¿No? Quizá tenga que poneros un ejemplo. Venga, va, os pongo un ejemplo. Dejad que os cuente la nefasta historia de mi primera y única cita con mi idealizada amiga Iris West... Una historia que pocos conocen. Una cita que no llegó a suceder. Pase lo que pase, no se lo contéis; ella jamás debe enterarse.

Por aquel entonces yo estaba muy confiado, ¿de acuerdo? Hacía pocas semanas que había adquirido mis poderes y se me habían subido un poco a la cabeza. Aún no conocía la Liga de la Justicia; de hecho, las pocas personas con poderes que había conocido había sido dentro de Central City, y la mayoría no habían tenido muy buenos objetivos, que digamos. Así que me consideraba el rey del mundo: era el héroe, derrotaba a los malos y me llevaba a las chicas. ¿Problema? No me llevaba a las chicas, pero tenía muchísimo interés en Iris. No voy a enrollarme contándoos cómo nos conocimos, si crecimos juntos, si nuestra amistad superó fronteras, bla, bla, bla. Esa es otra historia, y ha de ser contada en otra ocasión.

El asunto es que había llegado el día: el 14 de febrero. Sí, lo sé: típico, muy típico y muy cliché, pero... ¿Qué queréis que os diga? Las chicas nunca se me habían dado especialmente y bien y, aunque había ganado muchos puntos siendo el superhéroe local, se suponía que la gente que conocía a Barry Allen no podía descubrir que Barry Allen era Flash. Por su propia seguridad y todo eso, ya sabéis, así que tenía que seguir siendo ese chico descuidado y que llegaba tarde a todas partes. Solo que, en esta ocasión, me pasé. Pero no fue intencionado. ¡Os lo juro! El problema es que ella no se lo tragó, claro. Tengo que trabajar más en mis excusas.

Volviendo al tema, había quedado en invitarla a cenar. Supongo que ella se lo tomaría como un plan de amigos de San Valentín, el típico "estamos solteros así que nos hacemos compañía". Ni siquiera tenía muy claro cómo iba a abordarla, así que estaba súper nervioso. ¡Os podéis imaginar!

Habíamos quedado a las ocho de la tarde. El plan era simple, lo más jodidamente simple que mi limitada capacidad humana para el trato con mujeres me había permitido confeccionar: le llevaría flores, ella se reiría por la ocurrencia tomándoselo a broma, cenaríamos mientras hablábamos de nuestras cosas sin importancia, pasearíamos a la orilla del río, me detendría observando mi reflejo sobre la superficie del agua entonando un melancólico monólogo sobre el amor verdadero, la miraría, ella lo entendería, y nos besaríam...
- ¡Bicho raro! -masculló una señora mayor al tiempo que se cruzaba conmigo, probablemente más que consternada al contemplar mi horrenda actuación inconsciente de estar a punto de besar al aire. Supongo que me había metido demasiado en mis pensamientos. ¡Menuda película me acababa de montar! Sacudí la cabeza y eché un vistazo al reloj de mi muñeca. ¡Las ocho menos diez! Y yo aún en la calle, y vestido tal cual había salido del laboratorio. Cualquiera de vosotros se habría estresado, pero yo tenía tiempo de sobra... O eso pensaba, claro; si todo fuese así de fácil, si hubiese llegado puntual a la cita y todo hubiera sido genial y bonito, no habría historia que contaros. Bueno, sí que habría, pero sería una un tanto empalagosa y tontaina, y no es eso lo que estáis buscando. ¿A que no? ¡Lo sabía!

Ocho menos diez. Tardé poco tiempo en localizar uno de esos callejones que salían de la avenida principal y a nadie se le ocurría meterse a menos que tuviera los dos brazos tatuados con calaveras; una vez dentro, corrí lo suficiente para alejarme de cualquier mirada curiosa... Y entonces corrí de verdad. ¡Fiummmmm! Como una estela atravesé siete manzanas, pateé a un ladrón, devolví un bolso a su legítima dueña y llegué a mi cuarto a tiempo para ver cómo el reloj de la mesita marcaba las 19:54. No estaba mal del todo, aunque podía mejorar mi marca. ¡Tiempo al tiempo!

Me cambié de ropa a la velocidad del relámpago. 19:55.
¿Un traje? ¡No! Demasiado formal. Mejor unos vaqueros. Pero esa camiseta no; mejor... ¡Ah, sí! Una camiseta sencilla con una camisa abierta por encima; eso nunca fallaba. 19:56.
Si lo hacía bien, llegaría puntual, y sabía que ella se retrasaría cinco minutos por cortesía. O quizá un cuarto de hora, conociéndome como me conocía.

Iba a salir disparado a la floristería, os lo prometo. Pero entonces lo escuché: una explosión. Sí, lo escuché; me asomé a la ventana y distinguí esa columna de humo negro y grisáceo comenzando a alzarse hacia el cielo azul, hasta entonces impoluto. Me mordí el labio y eché la mirada atrás. 19:57.
¡Maldición! No podía quedarme de brazos cruzados. Proteger la ciudad era mi deber; quizá estuviera pasando algo gordo, o alguien estuviese en peligro, y los bomberos no llegasen a tiempo. No podía arriesgarme.

Así que, en resumidas cuentas, Flash llegó al pie del edificio en llamas a las 19:59. Al parecer, la última planta había explotado por algún motivo, y aún se escuchaban gritos procedentes de las plantas superiores mientras la gente abandonaba el edificio a la carrera con lágrimas en los ojos. Tragué saliva, miré hacia arriba y calculé. Siete plantas. La humareda más grande procedía de la última, y parecía que los gritos también. Me colé en el edificio y alcancé la última planta. 20:00.

Se escuchaban gritos a través de las puertas de dos de los apartamentos del séptimo piso... Y el llanto de un bebé. Automáticamente supe que esa debía ser mi prioridad, así que eché esa puerta abajo, me colé en el comedor y comencé a disipar las llamas moviendo mis brazos a supervelocidad, en círculo, en dirección horizontal. Corrí a la habitación contigua y vi a una mujer abrazando algo envuelto en una manta, posiblemente el bebé que había escuchado llorar. Me lancé, la cogí en brazos asegurando a la criatura que sostenía y los saqué del edificio. 20:03.
- ¡Eh, es Flash! ¡Mirad, es Flash!
Y, entonces, sonó una explosión aún más tocha; el suelo retumbó, y parte de la fachada del edificio se vino abajo. Volví a correr hasta la última planta y eché abajo la puerta del otro apartamento... Que estaba completamente envuelto en llamas. Y lo vi: un cadáver tendido en el suelo, calcinado. No había llegado a tiempo.

Lo siguiente que recuerdo es que anduve por la calle, sin mi traje de Flash; tan sólo Barry Allen. Alguien que se sabía fracasado y que, a ojos de los demás transeúntes, bien podía haber tenido una cita de San Valentín más que nefasta; sólo me faltaba el ramo de flores marchito en la mano y ya cumpliría con todos los cánones al respecto. Aquella fue la primera vez, desde que me había convertido en el superhéroe, que no llegaba tiempo. Que alguien había muerto porque no había llegado a tiempo. Tardé bastante en entender que no era culpa mía, que no era mi responsabilidad; un superhéroe no lo hacía todo, sino que hacía todo lo que podía. Y eso fue lo primero que me empujó a querer ser más rápido. A querer llegar más lejos. A ser lo suficientemente rápido como para poder salvar cuantas más vidas mejor.

Sobrará decir que, para cuando llegué al punto donde nos habíamos citado, ella ya no estaba, así que cené yo solo en aquella mesa para dos, paseé yo solo a la orilla del río, contemplé mi reflejo sobre las aguas y no besé a nadie aquella noche. Y, cuando llegué a casa, eliminé del registro del móvil las cuatro llamadas perdidas de Iris, a las 20:05, 20:07, 20:11 y 20:27, ignoré sus dos mensajes de texto y me fui a la cama.

"Mañana será otro día", pensé. Y que lo digas.