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 Saga de Tanith Blackwood

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Tanith Blackwood
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MensajeTema: Saga de Tanith Blackwood   Saga de Tanith Blackwood Icon_minitime8th Agosto 2016, 13:12

Capítulo 1: Old Friends

Spoiler:

Tragué saliva al ver entrar al médico por la puerta, acompañado de una sola enfermera. Podría decirse que ya nos conocíamos todos, pero aún así, desconfiaba. El doctor Piaget era un hombre fornido y bonachón que había dedicado toda su vida a la medicina. A la enfermera que la acompañaba no la conocía de nada. Ellas no solían repetir visitas.

- ¡Buenos días, Tanith! ¿Cómo está mi misterio médico favorito?

Piaget se rió de su propio chiste y cuando alcé la cabeza para mirarle, fue la enfermera quien se estremeció. Fruncí los labios. No sabía cuándo se darían cuenta de que no tenía el iris rojo por gusto.

Todas las mañanas sin falta, venía el doctor Piaget con el mismo saludo. Mi falta de respuesta no parecía menoscabar su optimismo: canturreaba entre dientes durante los chequeos matutinos, soltando algún que otro chiste que animaba a las enfermeras a aguantar los minutos que pasaban allí. Evitaba mirarles en todo momento, cohibida pero incapaz de deshacerme de sus atenciones.

Porque algo no iba bien en mí. Físicamente todo estaba en orden según Piaget. La luz de la pequeña linterna que me pasó por delante de los ojos me dejó manchas en la visión que tardaron en desaparecer, por muy fuerte que cerrase los ojos.

- ¡Todo en orden! ¿Recuerdas algo de cuando nos conocimos? ¿De nuestra canción, por ejemplo?

Me guiñó un ojo con picardía.

- No, no me ha venido nada nuevo a la mente.

Se lamentó. Me dijo que no me preocupase, que ya recordaría algo de cómo acabé allí. Salió prometiéndome que volvería al día siguiente. Seamos sinceros: si seguía en el hospital era porque pensaban que el color de mis ojos era un síntoma de algo mayor y escurridizo que hasta el momento no había dado la cara. Y si solo por eso permanecía recluida entre esas cuatro paredes asépticas y sin ver la luz del sol, no iba a contarles lo de las voces. Se solapaban unas a otras, gritaban, susurraban...todo ello en un galimatías idiomático del cual solo entendía mi nombre. Era lo único que sabía de mi desde que desperté en el hospital y fue gracias a ellas. Al principio me asustaban, las repudiaba. Los primeros meses pensé que me estaba volviendo loca entre ellas, los pitidos de las máquinas a las que estaba conectada, el ir y venir de las enfermeras… Ellas agregaron a mi historial que se trataba de jaquecas, migrañas. Quizá debería habérselo dicho, pero por aquel entonces tampoco tenía voz. Mis órganos eran tan delicados como los de un anciano, y una vez escuché a una auxiliar comentarle a su compañera que era como si hubieran estado preservados, sin usar, en formol. Mi estado había mejorado mucho desde entonces, y me había acostumbrado a mis invisibles acompañantes.

No habría conseguido eso último de no ser por las “visitas nocturnas”.

No sabía qué día exacto empezaron. Las horas transcurrían, inexorables, mientras rogaba que el día acabase cuanto antes. Aquel no iba a ser menos. Una enfermera acudió a cambiarme los goteros y apagó la luz. A través de la única ventana del cuarto se filtraban las permanentes luces de emergencia del pasillo. Me incorporé en la cama a esperar hasta que por fin apareció. Pasar tanto rato despierta me pasaba factura pero… verle se había convertido en una necesidad.

A su presencia le precedía siempre el frío. Una fina capa de escarcha cubría el cristal impidiendo a cualquiera que hiciera la ronda ver por él. Mi aliento se convertía en nubecitas de vaho y me obligaba a subirme la sábana hasta el cuello. A los pies de mi cama, una diminuta nevada descendía del techo. Los copos se iban quedando en el aire, y como si siguiera el juego de unir los puntos, formaban una figura que tenía que auparse un poco para poder asomar la cabeza por encima del colchón.

- Aye… -saludaba siempre en un susurro con la voz ligeramente aflautada.

- Hola, peque -le sonreí con calidez. Siempre que venía me saludaba con miedo. En cuanto descubría que le había estado esperando, se animaba, se le iluminaban los ojillos negros que eran sólo pupila -Te he echado de menos.

Loco de alegría, rodeaba la cama para ponerse a mi lado. Al hacer eso, podía verle tal y como era: un muñeco de nieve rechoncho, con una boca enorme y ataviado con un gorro y un cuello como los que llevan los bufones en las ilustraciones, de color azul, con cascabeles que no sonaban, y unas botitas del mismo color. Intentaba comunicarse conmigo con una verborrea inacabable y tan ininteligible como las voces, que ante su presencia se retiraban a un rincón a murmurar, lo cual representaba un gran alivio.

Mi teoría era que se trataba del fantasma de un niño que debió de morir por congelación. Disponía de demasiado tiempo libre para pensar.

Era el único ser con quien tenía una conversación, y lo hacía interpretando más sus gestos que sus palabras. No debía de andar muy desencaminada en mis interpretaciones, porque nunca intentaba corregirme o discutir. Lo hacíamos en voz baja, para no llamar la atención del personal de guardia que realizaba rondas programadas. En todo el tiempo que pase allí, el “peque” espantaba a mi soledad, enterrando entre la nieve las dolorosas preguntas que acudían a mi mente durante el día. ¿Debía recordar a alguien? ¿Alguien me buscaba, me echaba de menos? ¿Qué mal sufría, que no me daban el alta?... Todo eso se esfumaba al verle a mi lado. Ese día fue cuando le pregunté su nombre por primera vez.

- ¿Cómo quieres que te llame, aparte de “peque”?

Le pasé la mano por el forro en una caricia. La tela amortiguaba el golpe de frío de su contacto directo, cosa que comprobé durante sus primeras visitas. A él le encantaba, cerrando los ojos con expresión de gusto. No esperaba que dijera algo comprensible, y entonces…

- Jack. Jack Frost.

Di un respingo con el corazón a mil, aterrada. Las palabras no habían salido de su boca. Las voces, tranquilas hasta entonces, se habían aunado en un rugido que no me dejó sorda de milagro. El acelerón de mi ritmo cardiaco despertó a la máquina de mi izquierda, que se puso a dar berridos. A la cacofonía se unieron gritos de alarma en el pasillo, y los pasos apresurados del personal. Para cuando llegaron, me encontraron apretándome los oídos con las manos en un vano intento de acallar las soliviantadas voces.

De Jack ya no quedaba ni rastro.

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MensajeTema: Re: Saga de Tanith Blackwood   Saga de Tanith Blackwood Icon_minitime10th Agosto 2016, 17:06

Capítulo 2: Fantasmas armados


En los días posteriores, mi estado empeoró, en el sentido de que siempre estaba agotada. Me costaba mantener en el estómago la comida que me daban y los medicamentos no cumplían con su función. Todas las noches me quedaba esperando a que el “peque” -Jack -apareciera, pero no lo hizo. Supuse que estaría asustado. No por mi, o por el ataque de la otra noche; sino por la constante situación de emergencia que vivía el hospital. Las alarmas antiincendios se disparaban solas. Las enfermeras cuchicheaban acerca de siniestras visiones en los pasillos en plena noche. Los monitores de otros pacientes saltaban solos. Redoblaron las rondas nocturnas y contrataron más seguridad.

Uno de estos nuevos vigilantes, Lukas según la placa de su pecho, comprobaba todas las habitaciones por las que pasaba durante su vigilancia. O eso esperaba que hiciera, porque a la mía entraba cada noche, hacía un barrido visual y se iba sin siquiera decir esta boca es mía. Mis miradas de desaprobación le resbalaban como la lluvia sobre un chubasquero. Una semana después, tenía tanta confianza en su rutina que le dediqué un corte de mangas en el que tuvo que fijarse sí o sí durante su recorrido visual. Se quedó patidifuso en la puerta y al cabo de unos segundos se echó a reír. Era una risa contagiosa, con ganas. Relajó los hombros y perdió presencia. Era joven, así que deduje que acababa de entrar en el cuerpo.

No se marchó aquella vez. Para mi sorpresa, se sentó junto a mi cama.

- ¡Eso no me lo esperaba! ¡Menudo susto!

Parpadeé. Me miraba directamente a los ojos sin preguntarme por el anodino color. Esbocé media sonrisa pícara.

- Pues es lo que vas a encontrar aquí cuando entres sin decir ni hola.

Tenía la risa fácil y con ella expulsaba toda la ansiedad que le provocaba el trabajo. Me tendió la mano.

- Me llamo Lukas -no mencioné que ya lo sabía -¿Y tú?

- Tanith.

Tras el saludo de rigor, hablamos de tonterías. Bueno, él hablaba. Se le veía en la cara que hacía un gran esfuerzo por no preguntarme porqué estaba allí. Me recordaba un poco a Jack, y me di cuenta de que le echaba muchísimo de menos. El zumbido de su comunicador nos interrumpió, haciéndole dar un respingo en la silla, incorporándose de golpe.

- Tengo que volver a mi ronda -se excusó.

Me despedí de él con la mano. Cerró la puerta tras de sí, y cuando me vi libre de su presencia, me dejé llevar por el cansancio. Enseguida alcancé el estado de duermevela que precede al sueño. Por eso casi me dio un infarto cuando cinco vigilantes con el rostro oculto bajo rudimentarias máscaras de tela entraron abruptamente en mi habitación, apuntándome todos a la vez tras posicionarse estratégicamente por el estrecho espacio del cuarto. Mis constantes se dispararon, pero no acudió ninguna enfermera.

Azuzadas por el ruido, las voces se pusieron en acción. Me llevé las manos a los oídos con gesto de dolor, un movimientos que me habría valido la muerte si lo hubieran interpretado como una amenaza. Uno de ellos me agarró del brazo sin miramientos y me sacó a rastras de la cama. Las rodillas se me doblaron, pero no me dejó caer. Al estar tan cerca, y a pesar del escándalo mental que sufría, me fijé en que se habían arrancado las placas identificativas.

Recordé a Lukas, con el corazón dándome un vuelco. ¿Estaba entre ellos? No conseguía reconocer a ninguno. Eso me asustaba más. Seguían apuntándome desprendiéndome de los cables y agujas que me unían a los artilugios médicos.

¿Y yo qué podía hacer?

Me sacaron al pasillo a empujones y tirones. Había manchas de sangre en suelo y paredes, y cerca de cada mancha, un cuerpo. Reconocí a dos de las enfermeras que yacían inertes en el suelo. ¿Por qué no había escuchado los disparos? ¿Por qué no había visto nada? Nos alejabamos de mi habitación a paso forzado, dejando atrás los pitidos. Al doblar la esquina, al final de un largo pasillo flanqueado de más cuerpos, estaba en el ascensor, abriendo sus puertas ante el doctor Piaget. Salió del ascensor con la alarma reflejada en el rostro. Me sobrepuse a las voces y arañé la mano de mi secuestrador sin que le importase mucho. Piaget se acerca a nosotros con el rostro descompuesto, descubriendo a los caídos sin aminorar la marcha. Iba directo hacia nosotros, y entonces…

...nos atravesó. No noté nada especial, simplemente dejé de verle delante de mí, y al instante estaba detrás, apresurándose por llegar a las habitaciones de sus pacientes.

No nos había visto, ni oído. Éramos como fantasmas. Por eso no oí los disparos. El miedo dio paso a la ira. Las voces también estaban furiosas. Apreté los dientes y forcejeé para liberarme de su agarre. Me arrojaron al ascensor, siguiéndome. El espacio en el cubículo era amplio, pero con todos nosotros allí no cabía un alfiler. Estaban tan compenetrados que no tenían que decirse nada entre ellos. ¿Qué podía hacer contra un equipo armado y entrenado?

Necesitaba ayuda.

Sentí el frío.

Y las voces me dijeron lo que tenía que hacer.

- ¡Jack Frost!

Fue como si me arrancasen todo el oxígeno de golpe. A cámara lenta, me volvieron a apuntar. Los copos de nieve les caían sobre los uniformes oscuros. No tuvieron tiempo a alzar la vista: un alud emanado de las manos del muñeco de nieve que flotaba en el techo se les echó encima con todo su peso. Unas manos heladas cogieron las mías y me mantuvieron a salvo, en la superficie. Era Jack, que sonreía de oreja a oreja.

Y estaba ahí, por mi. Podía percibir nuestra conexión. A su alrededor el aire se distorsionaba como ondas en el agua, ondas que me pasaban por los lados y perdía de vista en mi espalda. No sabía cómo, pero no podía perder esa conexión. Esa gente venía a por mí. Teníamos que salir.

En cuanto las puertas se abrieron, la nieve escapó, atascando el ascensor. Jack saltó fuera y me apresuré a seguirle. Pise algo blando bajo la nieve, pero no pensaba detenerme a averiguarlo. Me notaba lenta, pesada, y si seguía adelante era por el chute de adrenalina.

Jack se había quedado inmóvil, contemplando la salida, a escasos metros. Otro grupo armado nos esperaba. Se gritaron algo entre ellos. Jack me miró. No parecía asustado, y si él no lo estaba… yo tampoco debería. Las voces también me alentaban. Fue entonces cuando lo comprendí, a pesar del claro susurro de mis eternos acompañantes:

Somos vos, vos somos nos

Los vi. A todos. Hilos, luces, franjas y grietas que se repartían entre el mobiliario. De allí salían todas las voces. No buscaban atormentarme, solo querían que supiera que estaban ahí, esperándome. Como Jack.

Y esa comando había asesinado para llegar a mi. A nosotros. Fruncí los labios.

No nos van a tocar

Perdí momentáneamente la consciencia y empecé a verlo todo desde fuera. Se me ocurrió que podríamos pasarles por encima si estuvieran enterrados en otro alud. No me dio tiempo a exteriorizar la idea, porque Jack actuó a la par que lo pensaba. La nieve rompió los cristales de las ventanas y el techo, sumergiendo al equipo desplegado. A uno se le escapó un tiro, pero no podía pararme. Se me iban las fuerzas. Cogí de la mano a Jack y el contacto me hizo rechinar los dientes de frío. Salí corriendo llevándole en volandas, perdiéndome en la vida nocturna de Ginebra.

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