無魂と配達人 – El repartidor sin alma (Gregory Nelligan, Enar) [10/2018]

Mi segunda semana de estancia en Nueva York estaba a punto de acabar. Las cosas se iban asentando poco a poco: el caso que me habían asignado y por el que me había pasado días y días sin parar en mi oficina parecía prosperar muy positivamente, había hecho un par de compras con todo lo necesario para mi nueva casa –un dúplex bastante acogedor, aunque ni punto de comparación tenía con mi vivienda en Japón–, etc. Lo único que me faltaba para sentirme como en  casa era gran parte de mi querida ropa y varios objetos de poca importancia pero que no por ello dejaba de echar en falta, cosas que había dejado deliberadamente en Japón con la idea de que mi madre me las enviara cuando tuviese el tiempo libre de colocarlas y ordenarlas en mi nuevo hogar. Además, por lo que calculé, me saldría algo más barato contratar a un par de empresas de transporte que me trajeran un paquete desde Tokio a Nueva York que facturar un par de maletas más cuando viajase. No era una persona que se preocupara demasiado por el coste de las cosas, teniendo en cuenta que mi trabajo me daba bastante dinero, pero aquel primer mes tendría muchos gastos, y tener que ir cargada con tres maletas hasta los topes por una ciudad que no conocía no era la mejor de las ideas. Así pues, me decidí por esa opción, y aquella mañana, por fin, mi querido paquete llegaría.

Entre que aún me costaba bastante dormir por las noches y las ansias que sentía por tener de nuevo mi querida ropa en mi armario, no pude evitar despertarme a primera hora de la mañana. Era sábado, así que tenía pensado tomarme el día libre y disfrutar un poco de mis aficiones. Hacía días que quería probar el nuevo material de arte que había comprado días atrás: algunos pinceles, óleos, un par de lienzos… Me puse manos a la obra en cuanto me hube dado una rápida ducha caliente. Coloqué el lienzo justo delante de la ventana que daba a Central Park para aprovechar al máximo la luz natural de la mañana, mi luz favorita, y empecé a dar las primeras pinceladas con gran entusiasmo después de haberme hecho un moño alto en la nuca con un pincel viejo que ya siempre utilizaba para tal labor.

Justo cuando me encontraba contemplando mi nuevo cuadro desde una pequeña distancia, comprobando las luces y las sombras con la mano que sujetaba el pincel sobre mi barbilla, el molesto pitido del portero resonó por toda la casa, incluida mi propia cabeza, provocando que diese un pequeño bote en el sitio y que el pincel manchado de pintura me dibujara una pequeña línea de color blanco en la mejilla. Sin embargo, con la emoción del momento ni me di cuenta de ello y fui dando pequeños saltos alegres hasta la puerta. Presioné un par de veces al botón que abría las puertas del portal y esperé un par de minutos hasta que sonó el timbre de la puerta.

–¡Buenos días! ¿Es de la compañía… De… Mensajería…? –Empecé a decir cuando abrí la puerta de la entrada, pero la voz se me fue quebrando y debilitando a medida que pronunciaba aquellas palabras. Y es que en cuanto vi al hombre que se encontraba delante de mí un súbito nerviosismo, o miedo, se empezó a extender por mi cuerpo. Y no precisamente por su aspecto físico, que daba la sensación de bastante desaliñado e inofensivo, sino por algo mucho más importante y que para mí era por norma general mucho más llamativo que cualquier apariencia externa: el espíritu.

Aquel hombre no tenía espíritu.

No me refería a que su espíritu estuviera “contaminado” como yo lo denominaba cuando el espíritu de una persona ha perdido gran parte de su naturaleza pura –el tipo de espíritus que yo estaba acostumbrada a ver en la ciudad–, ni que tuviera un espíritu con un comportamiento débil, como los espíritus de aquellas personas que sufren de una enfermedad crónica y degenerativa, no. Aquel hombre no tenía espíritu, o al menos, yo no era capaz de verlo correctamente. Era como si provocase interferencias en mis ojos: en ocasiones me parecía percibir una especie de vaga energía alrededor de su cuerpo, pero al segundo siguiente desaparecía. Como si me hubiesen puesto un grueso muro de un material artificial delante de mis narices. Era una situación completamente nueva para mí, y no por ello agradable. No sabía lo que era aquel hombre, ¿cómo podía una persona no tener alma? Incluso todos los mutantes con los que me había encontrado hasta el momento, por raros que fueran sus poderes, tenían un alma, y de hecho un alma que por lo general era mucho más poderosa que la de los seres humanos normales. La persona que ahora tenía delante no podía ser un mutante, pero mucho menos podía ser alguien corriente. Me encontraba completamente conmocionada y confusa. No sabía qué decir, qué hacer. Al menos el hombre no parecía tener intenciones de hacerme daño, ¿pero cómo podía estar segura de ello si no podía leer su inexistente alma? Y para colmo, me acababa de dar cuenta de que aquella mañana se me había olvidado ponerme las lentillas, por lo que aquel supuesto señor de mensajería acababa de presenciar cómo el color de mis ojos iban cambiando y mezclándose a cada momento a causa del torrente de pensamientos y emociones que en ese momento se estaban dando en mi cabeza. No fui capaz de pronunciar palabra alguna, ni tampoco de coger el paquete que el hombre tenía a sus pies y cerrarle la puerta en las narices, lo que sin duda alguna habría sido la mejor decisión. Me quedé clavada en el sitio, mirándole con los ojos muy abiertos y la mano fuertemente agarrada al pomo de la puerta.

Maldito Jimmy. El único que estaba sin hacer nada en la zona de mensajeros y no sabia conducir el camión. Pues nada, me tocaba a mi hacerlo, como siempre. Ese chico no sabe conducir y apenas tiene fuerza para levantarse a si mismo, no sé porque lo tengo metido en la empresa de mensajería. Ah claro, porque si lo pongo a embalar se queja del ruido y del estrés. No tiene remedio el chaval.

Absorto en esos pensamientos me encontraba cuando me di cuenta que llevaba dos minutos frente a la puerta sin haber llamado siquiera. Madre mía. Un pequeño empujón al timbre con la caja y todo solucionado. Siempre intentaba adivinar que podía haber en las cajas mientras las transportaba, pero  el asunto de Jimmy había evitado que lo lograra, así que me giré un poco para poder voltear la caja a ver si estaba apuntado por algún lado. No era algo frágil, eso estaba claro. Nada, no ponía nada, así que lo deje en el suelo para entregarlo.

No tuve mucho tiempo de investigar mucho cuando oí la puerta y una joven voz femenina preguntando por “el tío de la compañía de mensajería”. Sonaba un poco raro, pero bueno, hora de girarse, entregar el paquete, recibir una firmilla en el registro y directo al siguiente paquete.

-¡Buenas!¿Es usted la señorita Enar? - Dije mientras giraba. Al encararme me encontré una joven de color súper pálido, casi blanca. Como de esas que salen a veces en las películas de miedo o en los mangas. Di solo un vistazo rápido y me puse a buscar el registro para que lo firmara. Pasaron unos diez segundos y no recibí ninguna respuesta, así que alcé la mirada y encontré una chica asustada, Dios sabría porqué. -¿Te encuentras bien? Si te pasa alg¡JODER! – Menudo grito me salió, no pude evitar sobresaltarme cuando, mientras alzaba la mirada del todo, encontrarme con algo que no me esperaba para nada. Unos ojos cambiantes, de color sin ninguna explicación posible. Di un paso hacia atrás, un poco asustado. No sabia si le estaba dando un ataque de algún tipo a la chica, pero tampoco podía quedarme ahí parado sin hacer nada. -¡Eh!¡Eh!¿Te encuentras bien?¡Responde! - Solté el registro de envíos y el boli e intente agarrarla de un hombro para zarandearla con la esperanza de que saliera de ese trance o posesión que la tenia ahí parada en la puerta.

Debía hacer algo, no podía quedarme allí parada durante más tiempo, no en aquella situación, con mis ojos descubiertos y el hombre parado delante de la puerta de mi casa con la caja llena de mi querida ropa. Pero justo cuando parecía que el pánico se había calmado e hice amago de inclinarme para coger el paquete, los ojos del repartidor se centraron por primera vez en mi mirada de forma directa, sin darme posibilidad a evitarlos o esconder los míos propios. Y entonces todo pasó demasiado rápido. Vi su cara de sobresalto, pero eso fue lo de menos; gritó con tal fuerza que me pilló completamente desprevenida e hizo que soltara el pomo de la puerta para colocar mis brazos frente a mi rostro en forma de cruz, una instintiva posición de defensa, a la vez que apreté los dientes con todas mis fuerzas, de nuevo presa del miedo. Pero no acabó ahí la cosa. Aquel hombre se acercó a mí y empezó a atacarme, cogiéndome primero del hombro en lo que parecía ser la preparación de una llave, o algo peor, quién sabe. No sabía, no tenía ni idea de lo que podía esperar de aquella persona.

–¡Aaaah! ¡Socorro! –Grité, pero mis palabras se ahogaron en mi garganta a mitad de camino debido al nerviosismo y mi respiración agitada. Torpemente, por la rapidez con la que lo hice, llevé la mano que antes había estado en el pomo de la puerta a su muñeca, intentando así apartar la que él tenía sobre mi hombro al mismo tiempo que daba un paso para atrás. Pero su agarre era demasiado fuerte, y yo estaba demasiado nerviosa. Tan nerviosa que parecía que se me había olvidado incluso andar, porque durante aquel paso atrás tropecé con mis propios pies, de la manera más estúpida que podía haberme tropezado en aquel momento. Solté esta vez un pequeño grito agudo de sorpresa mientras caía hacia atrás, en medio del vestíbulo de mi casa, dándome un golpe seco en el trasero. Aunque al menos de esa forma había conseguido evitar el agarre en mi hombro, ahora la entrada a mi propia casa estaba completamente libre para mi contrincante, estando yo medio tirada en el suelo. Ya no había nada que pudiera hacer. Sólo podía intentar que aquel ser desalmado recapacitara en sus intenciones.

–Por favor, por favor, recapacite. No sé lo que es usted, no sé de dónde viene, ni cómo ha conseguido hacerse pasar por encargado para encontrarse conmigo –tragué saliva, respiré hondo y solté la primera mentira que me vino a la cabeza–. Pero debe saber que soy una autoridad muy importante de esta ciudad. En caso de que salga herida de esta situación, haré que le encuentren y le encarcelen de por vida, ¡delo por seguro! Así que no sé qué querrá usted de mí, pero será mejor que se marche ahora mismo por donde ha venido, señor… O sea lo que sea que es usted.